jueves, 6 de diciembre de 2018

Imágenes de Europa






Todas estas narraciones remiten a unas imágenes que de alguna forma son Europa. En un relato – Una tumba para Boris Davidovich - Danilo Kis nombra los oficiales blancos que en hoteles perdidos de Estambul se van despojando lentamente de sus pertenencias. La guerra ha terminado ya. El libro describe más tarde un monasterio ortodoxo perdido en la llanura rusa, un personaje iluminado y fanático, su muerte luego en un oscuro campo de concentración tras la Revolución y la guerra civil, que todo lo devoran. El olvido después. En unas páginas del albanés Ismail Kadaré – Noviembre de una capital - son los cafés de Tirana, el hastío y la mediocridad de la vida bajo el socialismo. Unos cuentos de Isaac Bashevis Singer – los Cuentos de la vieja Varsovia - hablan de una Polonia desaparecida, del mundo de los barrios judíos, la pobreza y la nieve; de unos patios de vecinos y la vida en las calles, entre carros tirados por mulas. Otro relato de Kadaré – Abril quebrado - cita una aldea albanesa, la venganza ancestral, la montaña y el recuerdo de los turcos, aún presentes en la memoria de los viejos.



(fot. H. Cartier Bresson)

Acudimos una mañana a una exposición de fotografías de Henri Cartier-Bresson. Ha comenzado a viajar más allá de París, con su Leica. En una de las imágenes de la sala se recoge el hastío de los domingos soviéticos; en otra, una casa de vecinos en la que nunca entra la esperanza; más allá, el alcohol torpe de las calles... En un viaje posterior el francés retrata la España anterior a la guerra civil. Entre las fotografías está la de una casa de citas, oscura y campesina, en las afueras de Alicante. En otra se recoge un baile de aristócratas en el Londres de los años 30. En un libro sobre el París de entreguerras, más tarde, recoger las fotografías de un André Kertész, emigrado desde su Hungría natal tras la Gran Guerra, que fotografía el Café du Dome en el Boulevard Montparnasse - y de algún modo es el centro del mundo en ese momento. U otra imagen posterior de un paseo solitario en la ribera del Sena . Y el vacío del lugar es el mundo, de igual manera, también.



( fot. André Kertész)


(fot. André Kertész)


Releo las memorias de Stephen Spender - World within World – en donde el novelista alude a la sorda amenaza del fascismo que sacudió Europa de repente. Un recuerdo de los campos de concentración soviéticos por otro lado en unas páginas de Sandor Marai, - El último encuentro - en un trágico café de Budapest en donde el remedo de las antiguas costumbres regresa como una farsa. 

En una novela anterior del alemán Eduard von Keyserling - El ardiente verano - es el relato del último verano en algún lugar del Báltico y es, de algún modo, la noción de un verano platónico, modélico. Todos los veranos, todos los días de la adolescencia son el mismo, pensamos. Y la breve novela, localizada en algún lugar de la costa con sus personajes concretos, no hace sino dar cuenta en realidad de la manifestación imprecisa de un modelo: el estío, tal como sucede en todos los lugares.

Junto a ella, la noción de una clase social, de un mundo tradicional - el de la pequeña aristocracia báltica, a la que pertenecía el autor - que está a punto de desaparecer.




Acudimos otra mañana a la exposición de las obras del alemán Max Beckmann. ("Quiero pintar este ruido" exclama en algún lugar el pintor). En la descripción del Berlín de los años 20 que proclaman los cuadros surge el recuerdo de una cita de Robert Musil, donde éste hablaba de "Los últimos días de la humanidad" - si bien la cita hacía referencia  en su caso a una Viena a la que la anexión al Tercer Reich y el final de la Segunda Guerra iban a hacer desvanecerse para siempre, igualmente. Alguien, con acierto, recuerda entonces el final de la melancólica narración berlinesa de Christopher Isherwood, su Adiós a Berlín, en donde la descripción de los días extremos de la República de Weimar y de aquella fiesta sin esperanzas, finalizan con la austera noticia de un desfile de los Camisas Pardas por las calles de la ciudad - y el abandono del escritor del lugar de la juventud, adonde nunca regresaría.





En torno a algunos relatos sobre el Portugal de Salazar y la descripción del ambiente lisboeta, hojeamos más tarde varios libros sobre una Lisboa que en los años de posguerra apenas se había despertado de una vaga intemporalidad, la sensación de que todos los sucesos estaban ocurriendo en otra parte. Y la Ciudad Blanca que filma en 1983 el cineasta Alain Tanner aún dormía en un letargo de décadas. Entre los fotógrafos que en los años 50 comienzan a retratar la ciudad luminosa y perpleja figuran algunos excelentes narradores de la misma -  apenas conocidos fuera del angosto mundo lisboeta - como Castello-Lopes, Antonio Sena da Silva o Jorge Guerra. O conocemos, por fin, el fascinante libro sobre aquélla de los arquitectos Víctor Palla y Costa Martins Lisboa, Cidade Triste e Alegre - inspirado por cierto en una cita de Álvaro de Campos.





En el "Diario portugués", que habíamos leído estos días, el rumano Mircea Eliade hablaba por otra parte de su estancia en la capital del Tajo durante los años álgidos de la Segunda Guerra. Rumania había entrado por fin en la contienda como aliada del Eje. Y la visión del mitólogo y novelista rumano nos habla de una mirada sobre la guerra en la que ronda constantemente la noción de la derrota de su antiguo país, y la pérdida de su cultura europea, con la predicción de la entrada de las tropas soviéticas en el mismo.

Viajes del escritor a distintos lugares en plena guerra: Berlín, a Bucarest, a París, a Madrid... La estancia de nuevo un tanto remota, distante de lo que está ocurriendo en los frentes y en las cancillerías, en la legación portuguesa. La melancolía y la lucidez de las notas de un autor, siempre insatisfecho con su trabajo, desazonado ante lo que supone es el final de la contienda - y sus consecuencias para su distante país, en el extremo de Europa.


(fot. Víctor Palla- Costa Martins)


El arte, la literatura, la fotografía, como reflejos de la historia, de un suceso anterior que poco a poco se desvanece. El tema del realismo, su referencia de nuevo. El escenario de Europa en estos días fríos.



miércoles, 31 de octubre de 2018

Los viajes del otoño




( fot. Juan Rulfo)

Hay mucho ruido ahí afuera.

 R. envía las fotografías de una fiesta que ha tenido lugar en su casa de Brooklyn. En la sala alguien había colgado unas máscaras de la fiesta del Día de los Muertos mejicano. Mezclaban como siempre la helada sonrisa de las calacas con unos adornos florales que invitaban a la danza. Y a bajar a la calle entre fantoches y esqueletos beodos que se agitan, los disparos de la pólvora y el fondo de la muerte detrás de ellos. Brooklyn, tras las ventanas, parecía un lugar atractivo entre las luces de la noche y una niebla que se resistía, me dijo R., a abandonar las calles en todo el día.

Sería casualidad. Nosotros habíamos estado comiendo ese día en un restaurante mejicano que se llama Comala, y está situado en una acera luminosa inmediata al Museo del Prado. Con nosotros venía el licenciado García, profesor en el DF, que al llegar al lugar vio el nombre e inmediatamente recordó a Pedro Páramo, el ausente personaje de Juan Rulfo.

- Éste era el lugar en donde vivía, o moría, Pedro Páramo - nos señaló.

Ya lo sabíamos. En una esquina del local habían escrito las líneas donde se relata la llegada a la ciudad fantasmal.

" - Hace calor aquí - dije.
- Sí. Y esto no es nada - me contestó el otro -. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte, cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija".



(fot. Juan Rulfo)

C., que venía a la comida, recordó un Día de los Muertos interminable en la ciudad de México. Su descripción en algún momento rozaba lo irreal - hasta el punto de que alguien se quedó escuchándola pensando que estaba recitando el fragmento de una novela. No era así, y C., que es científica al fin y al cabo y ha viajado por los parajes más remotos de la Península del Yucatán, aseguró que era incapaz de fabular nada, después de toda una vida entre matraces de alquimista y fórmulas químicas. Yo la creí. Pero su relato se empezaba a parecer sospechosamente a la narración de otra jornada delirante y excesiva - e irreal al fin - la del Día de los Muertos en la ciudad de Cuernavaca, aquélla en la que encuentra la muerte el cónsul Geoffrey Firmin en las obsesivas páginas del Malcolm Lowry de Under the Volcano.

Alguien la recordó. Recordó la versión delirante y excesiva también del cineasta John Huston, en la que, afirmaba, si el cónsul hubiera consumido todo el alcohol que en las imágenes trasiega, se hubiera convertido en la piscina consular de Cuernavaca. Era posible - ya lo habíamos comentado en otra ocasión. Pero la escena final, la del encuentro en la oscura cantina, era una de las escenas más violentas, sorda y contenida, que yo recordaba de la historia del cine. Sin que en ella apareciera en ningún momento esa ordinariez moderna de la evidencia: los cuchillos o la sangre que ocupan la pantalla.



(fot. Juan Rulfo)

John Huston, comentó A., la exquisita pintora pública y secreta lectora privada, tenía debilidad por filmar lo infilmable. Había intentado recoger el delirante relato de Malcolm Lowry y la postrera jornada del cónsul en una película, como si tal cosa se pudiera relatar en imágenes. Había rodado, convinimos, por lo menos una escena memorable. Más aventurado había sido su intento de recoger en otra película - que resultó, de forma certera, póstuma - el relato de James Joyce "The dead". En el cual, y en contra de las leyes de la narración cinematográfica, no ocurre nada. Excepto la nieve cayendo sobre Irlanda. Sobre los vivos y los muertos.

Yo no tengo la culpa de que me provoquen y de las fechas. En la antigua Atenas, evoqué, se cerraban por ahora todos los templos. Estábamos cerca del solsticio de invierno, había surgido el tema, y entonces me tocó recordar el memorable párrafo - la escena final que vale por toda la película de Huston - en el que James Joyce anotaba que:

"(...) Nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía nieve sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos".


( fot. Juan Rulfo)

Se acerca el día de Difuntos. F., amigo común, envía otra fotografía de una comida en una casa rural del Alto Jura, en donde, tras las botellas de un Borgoña insultante, los niños se han vestido de esqueletos infantiles y alguien ha colocado una calabaza iluminada en el centro de la mesa. Intuyo que el Chateau Gaudou que están bebiendo, y el humo de la fuente de boeuf Bourguignon al fondo, les habrán impedido recordar que en realidad están reproduciendo la  festividad del Samhain celta, la fecha en la que el paso entre los dos mundos se abre, y los muertos acceden a los vivos. Y al revés.

En esa comida no parece haberlo advertido nadie. En la mesa, el licenciado García nos comentó que la fecha del día de Todos los Santos se superponía al tradicional calendario solar mexica. P. experto en costumbres madrileñas - y en relaciones internacionales, pero esto es secundario ahora - comenzó entonces a contarnos de las ceremonias más cercanas previas al día de los Difuntos, en el no menos exótico lugar de Carabanchel, su barrio natal.

Enmascarado por el adocenamiento actual, en el relato de P. sin embargo el barrio de Carabanchel surge de pronto como un escenario críptico y secreto, cuando aún pervivían los antiguos hoteles del lugar, y en donde los habitantes se encontraban a diario en el no menos críptico ritual de las tabernas de la Avenida del General Ricardos. Había algo en su descripción de homenaje a una vida secreta y cotidiana en las calles del antiguo pueblo más allá del Manzanares, ocupadas por unas villas con jardín y verjas de hierro, la vida adentro, y unos colmados que aún recordaban algo el escenario manchego y labrador de donde habían surgido.

En los relatos de P. inevitablemente siempre huele a humo. A corteza de cerdo, torreznos y boquerones fritos - aroma no menos tradicional en una jornada, la del 2 de noviembre, en la que los habitantes descendían en silencio a los cementerios de este lado del río, bajo las anónimas calles del pueblo.




( fot. Berta de la Vega)

B. regresa, nos cuenta luego, en su lugar de unas jornadas en Hervás, el pueblo extremeño en lo alto de la sierra de Béjar, el valle del Ambloz a sus pies. No había comenzado el frío aún y sus fotografías luminosas habían recogido la admiración por las intrincadas calles de la judería, las cercas de pizarra, la sombra entre las casas de piedra. Le brillan de nuevo los ojos. No ha llegado el invierno a ellos, comenta C., la científica ajena a la lírica, según afirma ella.

En algún lugar alguien nos ha invitado de nuevo a París, este otoño. A Toulouse o a una ignota librería de Roma. A. debería ir al Pacífico, a una exposición de sus cuadros. C. tiene un nuevo congreso en Cartagena de Indias o la Martinica, no sabe muy bien. A B. le han propuesto un reportaje fotográfico sobre Oporto, la ciudad y los puentes. El licenciado habla de regresar a Chiapas - de donde salió vivo de milagro en una excursión antropológica y alcohólica que aún recuerdan en la zona. A P. le han propuesto viajar al Perú, para no sé qué conferencias en un lugar que no sale en los mapas. No hay gallinejas ni vino de Arganda, ha indagado ya.

Comienza a llover. En el pueblo preparan ya estos días los buñuelos de aceite y crema, los huesos de santo, las flores para llevar al cementerio, unos trapos ásperos que utilizan para limpiar las lápidas todos los años.

Cuánto ruido allá afuera. Que viajen ellos.



(fot. Berta de la Vega)



sábado, 15 de septiembre de 2018

Los viajes del verano








Se acerca San Miguel, la fecha de finales de septiembre en la que tradicionalmente se renuevan los arrendamientos y las sementeras para todo el año. En otro lugar, quedaron los viajes del verano. 

R. envía fotos de una villa en Corfú, una cala aislada entre olivos y sombras y las montañas de la isla que llegan al mar. Bajan a la ciudad alguna tarde, me cuenta, e incluye imágenes descoloridas de una villa griega sobre la bahía, tumultuosa como toda población helénica, un tanto decrépita al fin.




“Te hubiera encantado”, escribe. “Corfú son los restos de una antigua villa bizantina entre los gritos de los habitantes actuales”. Corfú era, le recuerdo luego, el nombre de uno de los pocos lugares del Paraíso. Tal como éste aparecía en las novelas de Gerald Durrell, la serie de “Mi familia y otros animales”, en la que, más allá de las hilarantes descripciones de la estancia de la familia Durrell en la isla, lo que flotaba era la noción de un paraíso perdido, tal como sólo la infancia y el Mediterráneo anterior a la plaga de los tour operators podía nombrar. “Ya las he leído” contesta R. “Me he acordado de la novela estos días”. Y termina la carta, dice, porque se tiene que ir a la costa de Albania en el barco de unos amigos. La que se ve en las fotografías siempre al fondo.

Nadie accedía a aquella costa oscura, le ha contado su anfitriona, una veneciana que se refugia todos los veranos en las tabernas griegas cercana a su palacio. Pero ellos emprenden el viaje en un barco reumático e inseguro, me dice, para alcanzar las remotas montañas albanesas en las que, según los lugareños, "sólo habitan las cabras".







Todo el mundo ha ido este verano a Grecia, parece. Ellos no lo saben – o sí – pero están regresando al origen. M. escribe desde Atenas. Habla de tabernas tumultuosas en las calles de Plahka, de otro barrio sórdido cuyo nombre no recuerda, de un café oscuro donde se podía cortar el aire – caluroso aún de noche. Pero también del Museo Arqueológico de la Plaza Omonia en donde pasan todas las mañanas, se pierden en las inacabables salas y al día siguiente regresa, porque siente que aún apenas han empezado a verlas. Y aún queda todo por contar.




Habían emprendido un viaje un tanto frívolo en su origen, por lo que me había anunciado unas semanas atrás en un bar de Zamora. Incluía cenas en Atenas, y visitas a las villas del Egeo, y una estancia en una isla en la nunca se hacía de noche, y varias cosas así. Pero de pronto me envía noticias de una asombrada excursión a Delfos, otra a Corinto y, sobre todo, una última a Eleusis, en donde sus amables anfitriones les instruyeron acerca de todo lo que se podía decir sobre los Misterios – que nunca se deben revelar por completo – y la frivolidad inicial se había transformado al final en un viaje iniciático, semejaba, en torno a la diosa Demeter y sus lugares habituales. Es lo que tiene, pienso entonces, regresar a un lugar de donde, a despecho de la muerte de Pan y el descenso a los infiernos de la diosa Proserpina, aquellos nunca se han terminado de marchar.

Días más tarde, A. me escribe desde la costa de Creta. Lleva viajando hace años, semeja, por todos los puertos, las bahías, las templos y calas del Egeo, en busca de algo que no se atreve a nombrar y que, pareciera, está siempre en un otro lugar próximo al que se encuentra. Mientras tanto cena en una taberna abierta sobre la bahía de Elounda, con mesas azules y un mantel a cuadros y el vino oscuro del cercano monasterio de Heraklion, y pienso que no es un mal lugar para esperar la revelación de los Misterios, mientras llega.




Adonde nunca llegaron los dioses, pienso luego, es al otro lado del Océano. En las fotografías que me envía B. desde una población del Caribe no se ve sino una desolación sin límites, un mar inmenso e inhóspito, una luz cegadora, una costa de arena sin vecinos en donde nunca habitó ningún dios - a excepción, quizá, de esos demonios desconocidos para nosotros, igualmente extraños e inhóspitos, que habitaban al otro lado de un Océano "plagado de monstruos", según la aterrada definición de Avieno en su Ora Maritima. B. está viajando por el norte de la isla de Cuba. No se ve sino pálida tierra, un horizonte blanco, una claridad impensable... En una población de la costa han encontrado un café antiguo que pervive entre ruinas desde la época en que la isla no era aún toda un escenario de la devastación. " Creo que es el único lugar que te hubiera gustado conocer". Creo que acierta, como siempre.

Paseando luego por Habana Vieja encuentra los puestos de libros - y trastos de hierro y catálogos antiguos y fotografías de barbudos y manifiestos de la Revolución - en Plaza de Armas, inmediata al Palacio de los Capitanes Generales. Me escribe las notas que redactó a la vista de los volúmenes de literatura cubana que allí se agolpaban - alguno de los cuales ha comprado y no sé si va a leer a la vuelta.

"Una literatura del Trópico. Ésta es, siento de pronto, necesariamente enfermiza, algo redundante. La fiebre está rondando en estos lugares siempre al acecho.

La multiplicidad de los objetos inmóviles. El calor y el sueño fomentan una estética del barroco y de lo innumerable - una columna salomónica que se abraza a sí misma, sin salida.

Literatura de las islas: La enfermedad, el pantano, el movimiento en círculo. Sin solución posible".


( fot. Berta de la Vega)


Más cerca de los dioses, T. marchó en su lugar a la inmediata costa de Aveiro. Buscaban, me dijo, un escenario clásico del verano: alguna playa tranquila, el regreso a las interminables jornadas en la arena y la cena después a la tarde en alguna taberna de la costa. En su lugar han encontrado un mar inhóspito, el viento que llega del Atlántico, una costa con marismas y contrafuertes de piedra y quilómetros de soledad frente a la tempestad que llega del otro lado del mar. Incluso en verano, en agosto también.

T. pudo realizar un reportaje fotográfico excelente. Me manda algunas imágenes. Muestran dunas solitarias, arbustos batidos por el viento, el oleaje permanente, los arenales vacíos... Cenaban en el pueblo a la noche, me comenta, mientras fuera caía la tormenta a veces y aseguraban que el día siguiente sería mejor sin duda.

No se han podido bañar ni un día. Al regreso, Oporto sigue siendo una hermosa ciudad, un punto triste. Llovía todas las tardes. Excepto ella y la cámara de fotos, no creo que los demás vuelvan.




( fot. Berta de la Vega)



En Castilla mientras, entre el calor del día y el olor a fresco que siempre llega después de la fiesta de la Virgen de agosto, leíamos la cartas con las que desde Estambul Mary Wortley Montagu, la esposa del embajador inglés  inundaba toda la Europa de principios del siglo XVIII. Y con ellas pudimos regresar a un Bizancio anterior al final del Imperio Otomano y la modernización brutal de los Jóvenes Turcos.

 Aún existían la distancia, y la noción de lo otro, y el ritmo tan lento - y sin embargo incesante - de la correspondencia postal y la inteligente Mary Pierrepoint - su nombre de soltera -, llenó de cartas y de penetrantes descripciones a la sociedad de los Inteligentes de su tiempo, mezclando las imágenes de la antigua Constantinopla con las referencias a una sociedad del Antiguo Régimen que, en ese momento, no sospechaban iba a extinguirse por igual.

En los días de bochorno en Castilla y la esperanza de una tormenta redentora que, sin embargo, nunca llegaba a caer, alguien releyó los gélidos relatos de Jack London, en los que se repetían de nuevo los nombres como el río Yukon, la región del Klondike, las islas Aleutianas o el Estrecho de Bering - y la noche perpetua y helada sobre el silencio de la tierra. Era un alivio, pero la tormenta se negó a caer.




O los cuentos del inagotable Faulkner sobre las tierras del Sur, esa región cálida y un punto soñolienta que habíamos comenzado a descubrir en algún relato de Eudora Welty,por ejemplo, en las novelas primerizas de Truman Capote o el aire que rodeaba la memorable película The Hustler - el Buscavidas en la versión española - con un pálido Paul Newman y el impagable "Gordo de Minesota". Pero que este verano se nos ha revelado definitivamente en las prolijas narraciones de William Faulkner, que no en vano fue el escritor secreto de todos los que le siguieron más tarde.

"Este verano estuvimos en el sur de los Estados Unidos", le contestamos a alguien que insistía en relatarnos sus viajes estivales. "Ah. ¿Y dónde habéis estado?". No nos atrevimos a contestarle que en el legendario condado de Yoknapatawpha, que era el lugar al que realmente habíamos viajado. "Ah. Pues por Memphis, Luisiana, Nueva Orleans y más lejos...", le replicamos. Antes de que el otro nos castigara con nombres de aeropuertos repletos, cruceros cansinos y restaurantes exóticos que en realidad nada nos interesan. 





lunes, 27 de agosto de 2018

Un verano en Castilla






En verano las ciudades y los pueblos de Castilla pierden aquella especie de niebla perenne que durante el resto del año los acompaña. Toda veladura se difumina entonces y una suerte de luz sin sombra ni viento ilumina los mismos lugares que durante el invierno fueron oscuros, lluviosos, apagados por un humo incierto que surgía desde las calles.

Hemos vuelto a Ávila en verano. Pero un calor insólito y la luz de agosto nos hicieron ver la misma ciudad que habíamos conocido en invierno como un escenario de pronto vacío, ausentes la niebla, la bruma - y el hielo - que nombran la ciudad siempre.




Buen momento al regreso para volver a leer a Azorín. En las páginas de la novela "Antonio Azorín" recordar el mismo escenario provinciano y como en sordina de los otros textos del alicantino. Podemos reconocer este escenario. Incluye una esquina en sombra bajo un viejo arquitrabe; una calle en cuesta con soportales cerrados; unos personajes que recorren el mismo camino todas las tardes. Es el paisaje de la antigua Castilla -  también de Monóvar, Yecla o alguna ciudad del norte cuyo nombre no se llega nunca a pronunciar. En la novela aparece otro de los temas que tan caros serían en la época y hoy ha desaparecido totalmente, sin dejar rastro alguno: el de la reflexión sobre el paisaje y los males de la patria. La antigua tradición del regeneracionismo y la pregunta obsesiva, retórica, abundante en digresiones - siempre con un deje melancólico - por el tema de España. Ese escenario que fuera un lugar común del paisaje del siglo pasado y los anteriores, y que de pronto se torna tan distante como pudieran ser los nombres de Prisciliano, el obispo hereje de Ávila, o la cuestión del adopcionismo del arzobispo Eliprando de Toledo.

La novela de Azorín discurre, si eso es discurrir, entre sus lugares de la infancia: los pueblos de Yecla, Novelda, Monóvar... - esa comarca de Alicante en donde el recuerdo del mar se pierde y aparecen los campos grises de labor, los caminos amarillentos y la continua maldición de la sequía. En su escenario cotidiano - hay en la obra de Azorín una presencia constante del tiempo de lo repetido, lejos de la trascendencia del acontecimiento, devaluada la narración por la sensación de levedad de todos los sucesos - una presencia que determina el ritmo de los días: es la de las campanas de la iglesia que dibujan la sucesión de los días. Los ritos de la liturgia marcan la vida de los pueblos. Esto también ya desaparecido.

Reencontrar el mismo escenario, apartado y en sombra, en la relectura de unos sonetos - excelentes, y sin música alguna - de Unamuno, escritos durante su larga estancia en la provinciana Salamanca, una ciudad dormida desde hacía siglos a lo que se adivina. En la consulta más tarde del relato del viaje electoral - fracasado, como era de esperar - de Pío Baroja a la provincia de Lérida, incluido en su raro ¨Las horas solitarias". Un escenario reiterado de fondas de pueblo, iglesias sombrías, salas de espera en la estación del tren, alcaldes extemporáneos, arrieros malhablados y caciques somnolientos que ven pasar a los viajeros desde detrás de las ventanas del casino local, sobre una calle con olmos que baja a un río.

Releer luego algún poema de tono finisecular, desesperanzado y marchito, del Ángel Ganivet que se perdiera en las frías aguas de Riga - lugar no menos apropiado para una fuga del siglo, pensamos un instante. Otro poema del mismo sobre los muros de la Alhambra - de nuevo otro escenario ancestral - en donde "un sueño de largos siglos / por vuestros muros resbala".

Recordar entonces el sonido del ritmo repetido de los días y las noches en los campanarios románicos. En los versos de Antonio Machado de "Campos de Castilla", donde nombraba una Soria invernal - probablemente no haya otra, advertimos.

¡Soria fría! La campana
 de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana,
¡tan bella!, bajo la luna
.

No hemos ido a Soria este verano. Alguien nos ha contado que el escenario de los pueblos vacíos de la provincia sigue inmutable, creciendo día a día. (Otro, un tanto pedante es cierto, pero también acertado, recuerda entonces la cita del Zaratustra de Nietzsche: "El desierto crece. Ay de aquél que dentro de sí cobija desiertos").

Un público nuevo y estival accede estos días a Castilla, a los desolados y como secretos pueblos del invierno. Llevan ropa de colores y hablan a voces con una seguridad impropia, atronando el café de la plaza con sus certezas. Los habituales callan, ensordecidos por la estridente devastación.

 Que viajen ellos, nos decimos entonces, parafraseando el conocido exabrupto de Unamuno.








miércoles, 1 de agosto de 2018

paisaje con ruinas





Del catálogo de la Exposición " La restauración del Teatro de Dionisos en la Acrópolis de Atenas", editado por la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Coimbra. 2018.

 -  Antonio de Andrada. "El regreso a Atenas".

" Frente a nosotros se levantaba, solemne, la colina de la Acrópolis. Parecía lo único inmóvil en la noche airada. El viento en agosto hace levantarse los manteles de las terrazas, golpea con ruido de puerto de mar los toldos. En la azotea donde cenábamos hizo volar de repente el sombrero de una comensal vecina, que se perdió entre las sombras. Pero allí, frente a las ruinas del Erecteion, de otro pórtico que al pronto no supe nombrar, creo que le comenté a Marianne: " Así que todo era cierto".

Parecía lo único inmóvil en el verano de Atenas. En la cercanía de la colina sagrada, aún persistían los pórticos, frisos, capiteles, columnas, los rotos arquitrabes, los frontones en ruinas... El clasicismo surgía aquella noche airada como una evidencia inmóvil frente a lo que vino después: a la devastación, la desolación de los bárbaros.

Lusitania, con sus sombríos bosques, está muy lejos de Atenas, pensé. (…)

Días más tarde, en las costas de Creta, iba a encontrar la misma sensación de retorno al origen en unas páginas de Ernest Renan escritas a su llegada a Grecia. Renan, católico sincero, había viajado por los lugares de los Hechos de los Apóstoles hasta que, frente a la Acrópolis, una noche, comenzó a hablar del origen de Europa. (…)

" Todo era cierto", repitió alguien luego.

La noche se había hecho muy fresca. Bebimos unas copas de ouzo, regresamos por las calles del barrio de Plahka, a las que el vendaval, un amago de tormenta, había dejado vacías. (…) "






viernes, 27 de julio de 2018

Retrato de Ludovico Graziani.




El Ritratto di Ludovico Graziani pertenece a los últimos años de la obra del pintor Lorenzo Lotto (Venecia 1480- Loreto 1556) cuando realiza su trabajo principalmente en las ciudades de Le Marche - en Ancona en concreto.

Por las notas de éste sabemos que fue una comisión del noble Ludovico Graziani al artista veneciano, en la época en la que el último había abandonado Venecia de nuevo y residía en La Marca, la comarca formada por las ciudades - entre otras- de Ascoli, Fermo, Pesaro, Ancona o Urbino.

Según el Libro di spese diverse del artista el noble anortelano - con el cual había tenido Lotto varios contactos previos, y que en alguna ocasión "li aveva prestato del denaro" - tenía la intención de "quedar bien servido para dejar a sus herederos memoria de él, viéndolo". Lotto habría pintado la obra en torno al año 1551. Graziani fallecía al poco de haber sido realizado el encargo .

En la magnífica tela aparece Graziani retratado de frente, delante de un muro rojizo y una ventana que se abre a un paisaje profundo y sin referencias. Sobre el muro figuraba una inscripción, al modo de las estelas funerarias romanas, con el lema " Pro posteris memoria/ Patris/ Anno MD IXI I IXI I". De difícil interpretación, Bernard Berenson, autor de la primera monografía moderna del artista habría leído la fecha como "1551". Lectura que a partir de ese momento los demás catálogos han repetido.

Sobre la ventana que se abre tras la escena aparecía una rosa casi marchita. Las notas tradicionales sobre el cuadro citaban el adorno como una referencia a la misma composición y el estilo de la Madonna del rosario de Lingoli, obra que Lotto había pintado en 1539. Otras notas aluden a la rosa como un emblema de la Pasión de Cristo. Mientras que otra lectura, más moderna, nombrará sencillamente la imagen como un símbolo de la lozanía que se marchita.

Todo en el cuadro, de un carácter en principio evidente, apunta a la desaparición de repente. La sólida figura del noble, la mirada franca hacia el espectador, el dibujo preciso de los objetos, la misma presencia tangible de todo lo que en él se representa... Imagen que la pintura de pronto nombra como objetos de una otra parte. La de la extinción de las cosas que, enigmática y fatalmente, quedan así expuestas desde el mismo momento en que el pintor las ha fijado en el cuadro.


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P.S.

 (Resultaría ciertamente fascinante elaborar una historia crítica de la recepción de la obra del pintor veneciano Lorenzo Lotto a partir de la primera consideración de sus contemporáneos -entre los que figura la reseña un tanto desdeñosa del Vasari en sus Vidas, la carta ciertamente ácida que le dedica Pietro Aretino o por el contrario la consideración en que comitentes privados y órdenes religiosas le tuvieron en su momento - al olvido posterior durante siglos, su desaparición en la historia de la pintura italiana anterior al primer manierismo o, por el contrario, la relectura en una clave ciertamente "moderna" a partir de la publicación de la monografía de Bernard Berenson. Su Lorenzo Lotto. An Essay in constructive Art Criticism , en 1895. Con posterioridad autores como Longhi o Venturi le incluyen en sus ensayos sobre pintura renacentista, destacando en uno y otro lugar su distancia con las formas de un Tiziano. Otros como Palluccini (en 1944) apuntan a una presunta relación con la pintura de Altdofer o Grunewald, o la aparición de un proto-manierismo - menos intelectualizado - en su pintura.

No menos fascinante resultaría la lectura narrativa de una obra y una biografía dispersas a través de los lugares, las influencias y las soluciones que el pintor recorre.

El pronto abandono de la ciudad de Venecia - eclipsado por la sombra de Tiziano - hacia Treviso, Recanati después. Su estancia - y fracaso - romano hacia 1508. La larga residencia en Bérgamo hasta 1525. El retorno a Venecia, los intermitentes encargos en la ciudad del Dux. Hasta la definitiva marcha a La Marche - a la ciudad de Ascoli fundamentalmente -o el retiro, decepcionado y cansado finalmente - como recogen las notas de su Libro di Spese diverse - al santuario de los monjes dominicos de Loreto. Donde muere al fin como oblato del santuario de Nuestra Señora. 

VALE ).



sábado, 23 de junio de 2018

El día de San Juan



Romance del infante Arnaldos

Quién hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el infante Arnaldos
la mañana de San Juan.

Andando a buscar la caza
para su falcón cebar
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.

Áncoras tiene de plata,
tablas de fino coral,
las velas tiene de seda
la ejarcia de oro torzal.

Marinero que la guía
diciendo viene un cantar
que la mar ponía en calma
las olas hace amainar;
los peces que andan al hondo
arriba los hace andar;
las aves que van volando
al mástil vienen posar.

Allí habló el infante Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
- Marinero, por tu vida,
dígasme ora ese cantar.

Respondiole el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
- Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va.


- De  Flor nueva de romances viejos
     Ramón Menéndez Pidal , Espasa Calpe, 1ª ed.  1928



viernes, 8 de junio de 2018

El mapa de Ptolomeo



No conservamos ninguno de los mapas originales de la Geografía de Ptolomeo.

La edición de los libros del erudito alejandrino debió de efectuarse hacia el año 150 d.C. Sabemos que la obra estaba dividida en tres partes - repartidas en ocho libros - de las cuales la tercera incluía 27 mapas del mundo conocido. La Geografía fue luego casi olvidada durante la Edad Media, hasta su redescubrimiento a partir de copias bizantinas en torno al año 1300. "El descubrimiento - según cuenta un relato sobre la época - se debe al monje bizantino Maximus Planudes, erudito, investigador y coleccionista". Una copia, que también carecía de planos, había sido hallada en 1295 en la biblioteca del Monasterio de Chora. El monje griego debió de reconstruir los libros pues poco después un ejemplar con mapas era entregado al emperador Andrónico II Paleólogo. A partir de ese momento, y hasta el Renacimiento tardío, fue una de las obras antiguas más profusamente editadas en la Europa clasicista de la época.

Los mapas que figuraban en las nuevas ediciones eran pues interpretaciones tardías del original helenístico. En ellos se remedaba la inclusión de "más de cinco mil lugares de la ecumene clásica". Comenzaron a acompañar la edición del libro a partir de las copias realizadas en Bizancio en el siglo XIII. En los mismos se reproducía la noción del mundo conocido- la oikoumene - tal como se había entendido en su momento.


El geógrafo helenista había recogido la literatura anterior de autores como Herodoto, Estrabón, o Marco Agrippa. En esta geografía se establecían dos zonas inhóspitas: los Polos y el Ecuador, por sus temperaturas extremas. El hemisferio norte era la única zona habitable - y conocida. "La Tierra - venía a decirnos Macrobio en torno al Somnium Scipionis en el siglo IV - es esférica y dividida en cinco zonas dos de las cuales, la antártica y la ártica, son inhabitables. Entre las dos zonas habitables se extiende la zona tórrida". 

El Atlas de Ptolomeo situaba el centro del mundo en Oriente Medio - el lugar del Paraíso, según la versión de la Biblia - e incluía dos mares cerrados: el Mediterráneo y el Océano Índico (Indicum Pelagus), el cual llegaba en su límite hasta el mar de la China (Magnus Sinus). Y además los grandes lugares geográficos del mundo accesible: Europa, Oriente Medio, India, Sri Lanka (Taprobane), el sureste asiático (Aurea Quersonesus) y la China (Sinae). Era el mundo tal como en la antigüedad, y hasta la época de las grandes expediciones españolas y portuguesas, se conocería.

En otro lugar se nos indica que: "En 1406 un manuscrito bizantino de la Geografía de Ptolomeo, que en Europa se daba por perdido, fue enviado de Constantinopla a Venecia y tras la publicación de la traducción de la obra del siglo II al latín por Jacopus Angelus empezó a tener profundos efectos sobre la cartografía europea". 

En la relación de las obras que según Hernando de Colón habían influido en el viaje de su padre a las supuestas tierras de Cipango figuraba la Geografía en primer lugar. También, se sugiere en otra parte, el Milione o Los viajes de Marco Polo, de amplia difusión en el siglo. O el Mapa de Martellus, un cartógrafo alemán que trabajaba en Florencia a fines del siglo XV, y que recogía los datos de los manuscritos de la Geographia - y también de los delegados meridionales al Concilio de Florencia de 1441. Por su parte, pocos años más tarde del primer viaje del Almirante, López de Gomara en su Historia general de las Indias afirmaba que: "Se movió a buscar la tierra de los Antípodas y la rica Cipango de Marco Polo, por haber leído a Platón en el Timeo y el Critias". Otra relación incluye además el Mapa de Pizzicano, el cartógrafo veneciano que en 1424 incluía unas islas al oeste de Europa, sobre el Océano, nunca aparecidas anteriormente en ningún mapa.

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Los lugares que el mapa no alcanza, los territorios desconocidos son, de alguna forma, territorios mágicos a los que no arriba el reino de la Necesidad, las férreas leyes de lo cotidiano. En su descripción - hipotética, ciertamente imprecisa  - el mapa se convierte en el escenario de la imaginación. De la maravilla, en algunos casos. De la poesía de lo intemporal, en otros.

Lo incierto se encuentra en los confines, más allá del mundo conocido. "Los griegos crearon leyendas sobre los confines del mundo, e incluso en algunos casos los idealizaron convirtiéndolos en una especie de paraísos. Según esto muy al sur de Grecia vivían unos individuos llamados etíopes, y al norte otros, los escitas y otros pueblos casi desconocidos, como los isedones y los arimaspos". En el Concilio de los Dioses para decidir el destino de Odiseo el canto I del poema nos advertía que Poseidón no asistió. "Entonces habíase ido aquél al lejano pueblo de los etíopes - los cuales son los postreros de los hombres y forman dos grupos que habitan respectivamente hacia el ocaso y el orto de Hiperión".

Más allá del Septentrión, detrás del viento Bóreas, habitan asimismo los hiperbóreos. "Aristeas de Proconeso, en algo así como un éxtasis provocado por Apolo, viajó hasta la tierra de los isedones. Ellos le cuentan que más allá de una alta cordillera, a la orilla de un mar, habitaba una raza privilegiada de hombres: los hiperbóreos". Pero acerca de estos, según manifiesta Herodoto: "Sobre los hiperbóreos ni dicen nada los escitas ni ninguno otro de los que viven allí, si acaso los isedones". Pueblo feliz, dedicado al culto de Apolo, resulta inalcanzable por otro lado. "Ni yendo en navíos ni a pie encontrarás el maravilloso camino a las asambleas de los hiperbóreos", se veía obligado Píndaro a precisar. Y Diodoro Sículo, que situaba a "los que habitan más allá del Bóreas" en una isla llamada Elioxon, tampoco era más preciso: "Estaría situada más allá de la Céltica, en pleno Océano, y era una isla no menor que Sicilia". Según Pausanias, era simplemente "la tierra de los hiperbóreos, hombres que viven más allá del hogar de Bóreas". La configuración clásica de esta tierra apacible, al norte de las inhóspitas regiones del hielo, se sitúa, en cualquier caso, más allá de los Montes Ripeos, que nadie ha podido traspasar. 

"El sur del reino estaba custodiado por los picos de las montañas Riphaion, que eran glaciales e intransitables. Éste era el hogar de Boreas, el dios del viento del norte, cuyo frío aliento llevaba el invierno a todas las tierras del sur (...) Mucho más al sur se encontraba Pterophoros, una tierra desolada y nevada maldecida por un eterno invierno".

Hacia el ocaso, las columnas de Hércules, durante mucho tiempo, figurarían como los límites del Mediterráneo. (Nadie, según el mismo Herodoto, las había sobrepasado. Hasta que en el siglo VII a. C. las cruza un tal Coleo de Samos). Y con ellas, del mundo accesible - más acá del océano insondable. La ciudad de Gadeira - Cádiz- "al oeste de Gibraltar" estaba en el límite. Píndaro - se nos dice en algún lugar- recogía "la idea de transgresión del estrecho que daba al insondable Océano- marcado por la erección de las columnas". 

Rufo Festo Avieno en su Ora maritima situaría el límite un poco más al oeste, en el cabo de San Vicente, entonces "Promontorium Sacrum": "A continuación el cabo, en el que mengua la luz sideral y que se yergue en lo alto como el más remoto de la opulenta Europa, se orienta hacia las aguas saladas del océano, plagadas de monstruos". Más allá de Cádiz se localizaba el mito de Gerión "el ser tricéfalo que pastoreaba sus ganados en la isla Eritia, en las cercanías de la entrada del reino subterráneo y de ultratumba del dios Hades". Nada había más allá. Excepto quizá unas islas inciertas, a las que no se llegaba. 

"Próximas a las tierras abrasadas se encuentran unas islas en las que se dice que vivieron las Hespérides", comentaba Pomponio Mela su precaria ubicación. Pero ya Séneca había advertido del Océano, alrededor, "que es uno y rodea la tierra, no puede ser navegado ya que se cree que es infinito".

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El primer mapa conocido, según una tradición de estudios semíticos, es la representación babilónica del mundo tallada en piedra, cuya datación se ha fijado en torno al año 500 a.C. - aunque según otros debe de tratarse de la copia asiria de un original perdido por lo menos dos siglos antes.

 La noción del mapa no era sin embargo extraña ya tiempo antes a la cultura egipcia. En alguna historia de la cartografía se nos advierte que "la idea de mapas (en Egipto) como guía de los viajeros era, claramente, de uso común debido a que en los sarcófagos se colocaban mapas de las regiones infernales para que sirvieran de guía a los difuntos". ("El viaje en la otra vida comienza en un lugar llamado Tuat o Duat, la tierra de los muertos, una región circular que rodea el mundo conocido"). El "Libro de los dos caminos" trazaba en concreto una guía para navegar por el inframundo hasta el reino de Osiris. Uno por tierra; el otro camino discurría por el agua, "destacando los caminos, las puertas como vías de acceso de unos lugares a otros y las islas como parajes y lugares específicos". Como una guía iniciática figuraba también el papiro en las tumbas del Libro de los muertos, "colección de textos religiosos y mágicos que ayudan a realizar el viaje a ultratumba". (Muy posterior y con carácter de guía mágica también sería el conocido en su época "Libro de las perlas enterradas y del preciado misterio referente a las indicaciones de los escondrijos de hallazgos y tesoros", el cual "proporcionaba a los buscadores de tesoros todas las invocaciones mágicas que eran necesarias para obtener dichos tesoros, ya que estos estaban protegidos por los djinn". Utilizado, se dice, por Al-Mamún, califa de Bagdad en el siglo IX, se comenta que éste abrió un boquete en los muros de la Gran Pirámide sin encontrar nada adentro).

El mapa original de Babilonia constaba de dos círculos interiores, con siete áreas triangulares dibujadas alrededor. Según la tradición mesopotámica el mundo es un vasto plato plano, con un gran río que lo divide en dos partes. Más allá hay un océano oscuro, indefinible. El círculo interior del mapa señalaba el continente, con Babilonia en el centro. Lo rodean los pueblos inmediatos: Asiria, Urartu (Armenia) y Habban (Yemen). La representación corresponde ciertamente a la noción de sí mismos que se hacían los pueblos del Éufrates. Y a partir de ella del mundo exterior. El océano abismal lo rodea.

Alrededor del continente figuraban las "islas": los lugares apenas entrevistos, que según otra interpretación, conectaban la tierra con el cielo. Hay siete islas. Unas inscripciones apenas legibles las nombran como:
"islas"
"lugar del sol naciente"
"El sol está escondido y nada se puede ver"
"Más allá del vuelo de los pájaros...".

No se conservan más inscripciones.


Una tradición griega, ciertamente literaria, habla también de la representación del Escudo de Aquiles que había sido confeccionado por Hefesto, tal como se describe en La Ilíada, como "el primer mapamundi de Europa". La descripción del poema de Homero nos dice que: "En la Ilíada el dios Hephaistos forjó en él la Tierra, el cielo, el mar, el Sol infatigable, la luna llena y todas las constelaciones (...) y todo ello rodeado por un océano circundante".

Otra tradición de la región medio oriental nos hablaría de los "seis círculos de la tradición persa". En el reino de los Aqueménidas aparecían Irán en el centro, la India al sur, Arabia y Abisinia al suroeste, Egipto y Siria al oeste, Asia menor y los países eslavos al noroeste, China al este y Turquía "y las tierras de Gog y Magog" al norte. Era el mundo y su centro, desde los valles de la antigua tierra de los sumerios y los medas... En un sarcófago egipcio, ya de época ptolemaica, en el s. IV d.C., se repetiría el esquema concéntrico oriental, esta vez desde el punto de vista del valle del Nilo. La representación, presidida por la diosa Nut - diosa del cielo-  y soportada por los brazos del dios de la Tierra, Geb figuraba en realidad la travesía del sol por el inframundo, como una metáfora del retorno desde la muerte a la vida.

El mundo en el sarcófago estaba formado por tres círculos concéntricos, rodeados por el Océano. En el primero aparecían los dioses y los pueblos que cercan Egipto al este y al oeste. En la parte alta había un dibujo simbólico del Nilo y "las grutas de donde mana su fuente". La parte inferior de éste representaba las islas y las costas del Mediterráneo. El segundo círculo dibujaba al propio país, los emblemas de las cuarenta provincias colocados de sur a norte. El círculo exterior, por ultimo, "muestra el cielo diurno y nocturno, éste con estrellas".


Este esquema antiquísimo, que recoge la figura del centro y la periferia en forma de islas y océanos impenetrables, se mantendría hasta mucho tiempo después. 

Al Idrisi, el geógrafo ceutí, había dibujado en el siglo XII un mundo circular rodeado por el Océano cuyo centro era La Meca. Era el esquema del también geógrafo persa al Qazwini, del siglo XII. En el cual "el Océano adopta nombres diferentes: Mar Abrazador, Mar Eterio, Gran Mar e incluso Mar de las Tinieblas. Estas aguas rodean una tierra también circular. En el centro se sitúa La Meca".

Es curiosamente la misma estructura que aparecía en los populares mapas Ch´onhado de la dinastía coreana Chosun, hacia los siglos XVI y XVII.

En los mapas Ch´ondado - "todo debajo del cielo" - figuran un círculo central, la península coreana y los países inmediatos, una ínsula rodeada por un océano circular y 57 islas alrededor: un anillo exterior marcado con 55 lugares de ficción.

"La estructura de los antiguos mapas coreanos consiste en un continente interno con nombres de lugares históricos, un mar interno con nombres conectados con las descripciones taoístas de la inmortalidad y un continente externo, con un mar exterior". Los lugares de ficción, los territorios imaginarios se encontraban de nuevo en las islas remotas: más allá de lo conocido.


(Este mismo esquema, que sitúa el centro del mundo en el lugar conocido y relega a las islas exteriores -e imprecisas - los parajes de los que apenas se tiene noticia, aparece citado tardíamente en el viaje que el escritor inglés Michel Peissel efectúa a la ciudad de Lo Mantang, en el aislado reino de Mustang en el Tíbet, ya a mediados del siglo XX.

En una entrevista con la remota y precaria corte advierte que estos carecen de toda noción de un mundo circular, y apenas de las regiones más allá de su universo montañoso y estéril.

"Al igual que la mayoría de los tibetanos, Su Majestad ignoraba que el mundo es redondo. Para ellos, tiene la forma de una media luna llana, cuyo lado recto mira hacia el Norte. Este semicírculo es llamado el Universo del Sur, al que rodean las aguas; en esas aguas flotan varias islas. Los tibetanos que han oído hablar de lugares bárbaros como Inglaterra o América creen que esos países son pequeñas islas. Consideran a Lhasa el ombligo del mundo, y geográficamente la sitúan en el centro superior del medio círculo").
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El mapa interpretado de la antigüedad se repite hasta la Edad Moderna, frente a los actuales mapas mensurables. El mundo es un símbolo, también. "Por otro lado, toda la superficie material estaba considerada como una especie de pantalla de otra realidad, la única portadora de un significado", nos comentaba el Alain Guerreau investigador de la Europa feudal.

Entre lo conocido y lo desconocido el espacio no era nunca indiferente. Ya Plutarco relataba cómo "...en los mapas, los historiadores, relegando a las partes más extremas de sus tablillas cuanto escapa a su conocimiento, escriben a modo de excusa anotaciones como "lo de más allá dunas áridas y plagadas de fieras", o "sombríos pantanos" o "hielo de Escitia" o "mar helado...". Según otra tradición narrada por Herodoto, Aristagora, rey de Mileto, habría enseñado a Cleomene, monarca de Esparta, una tabla de bronce en la que estaba inscrito "el entero contorno de la Tierra con todos sus mares y sus ríos". Hacia las comarcas del Septentrión, más allá de Tracia, aparecía una zona sin dibujar que revelaba el desconocimiento de aquellas regiones frías y oscuras, adonde según otros habitaban los hiperbóreos. Una isla, de nuevo, era la única marca de un territorio inaccesible.

Los confines, cada vez más lejos del Mediterráneo y del mundo conocido, nombran una tierra sin leyes, ni separación de las cosas, ni forma. Homero, en La Odisea, había podido hablar de la oscura tierra de los "cimerios":

"Allí está la ciudad y el país de los cimerios, siempre envueltos en nubes y en bruma, que el sol fulgurante desde arriba jamás con sus rayos los mira ni cuando encamina sus pasos al cielo cuajado de estrellas ni al volver nuevamente(...) tan sólo una noche mortal sobre aquellos cuitados se cierne". Y cuando Estrabón recoja las noticias del legendario viaje del marsellés Piteas hasta la remota Tule - Ultima Thule - advertirá que en ella: "No hay ni tierra propiamente dicha ni mar ni aire, sino una cierta mezcla de estos elementos parecida a la medusa (...) la tierra, el mar y todo está suspendido y es como si aprisionase a todas las cosas y sobre la que no es posible caminar ni navegar".


Ejemplar resultaba en este sentido la descripción de Pomponio Melo, en el siglo I, de las regiones extremas, al este y norte de "Asia Oriental". Cercada por el Oceanus septentrionalis - que según la tradición griega comunicaba con el Mar Caspio - en la India había timidi populi. Y más al sur Atrae gentes (negros). Al norte los Tabis mons (montañas perennes). Estos eran, de manera imprecisa, un lugar loca beluis infestate: un lugar infestado de fieras. 

Más allá de los lugares con nombre, aseguraba, habitaban los escitas antropófagos (Scytahe Androphagae). Al norte, por último, la terra ab nives invia: la tierra intransitable por la nieve. Era la tierra última: no se sabía de nada más allá. "Sobre los límites occidentales de Europa no puedo hablar a ciencia cierta" había declarado Herodoto cuatro siglos antes. 

Al este de la oikouméne, la isla de Taprobana ejercía de límite de las tierras accesibles. Entre lo real y lo incierto se decía que: "Durante un largo tiempo, antes que la audacia humana desplegase su confianza en los mares ya explorados, existía la creencia de que la isla de Tapobrane constituía otro mundo, y en concreto imaginaban que lo habitaban los antíctones", afirmaba el gramático Solino en De mirabilis mundi.

Las islas surgen de pronto para el viajero como un lugar distante del tiempo de lo cotidiano, de sus férreas leyes. Cuando Hermes, enviado por Zeus, acude a Ogigia, la isla de la ninfa Calipso, los versos de Homero advierten cómo:

"... en torno a la cóncava gruta
extendíase una viña lozana, florida de gajos.
Cuatro fuentes en fila (...)
despedían a lados distintos la luz de sus chorros;
delicado jardín de violetas y apios brotaba
en su torno: hasta un dios que se hubiera acercado a aquel sitio
quedaríase suspenso a su vista gozando en su pecho"

evocando de nuevo la suspensión del tiempo en el jardín, y en la isla sin referencias.

"Su aislamiento, estar ubicadas en los confines del mundo, al borde mismo del Océano, limítrofes del reino de los Muertos, separadas por inmensas distancias e inaccesibles por diversos obstáculos", definía a Las islas míticas un historiador en La Laguna- otra isla mítica antaño. "Los argonautas arribaron a la isla desierta de Timias, donde se les apareció Apolo, que iba de camino hacia la tierra de los hiperbóreos", cuenta en algún lugar de la Biblioteca el erudito alejandrino Apolodoro. Y, en otro pasaje de sus Argonauticas: "Un viento bonancible le llevaba la nave. Y enseguida avistaron la hermosa isla Antemoésa, donde las armoniosas sirenas, hijas de Aqueloo, hacían perecer con el hechizo de sus dulces cantos a cualquiera que echara amarras". Igualmente incierta, y nunca alcanzada con precisión, era la mítica Isla Blanca, donde moraba el héroe Aquiles en medio del Ponto Euxino. "A la isla estaban asociadas historias fantásticas como aquella que narra Filostrato según la cual los marineros que la costeaban durante la noche escuchaban los cantos de Aquiles y Elena que narraban sus propias vidas con los versos de Homero". Y, en el trayecto heroico de Heracles en pos de las míticas amazonas, en algún lugar se nos cuenta que: "Heracles arribó a la isla de Paros, donde tuvo que dar muerte a los hijos de Minos por haber asesinado a dos de sus hombres cuando desembarcaban en la isla". Otra isla, Eritia, había sido destino final de su viaje en la busca de los bueyes de Gerión. Pertenecía a un archipiélago desaparecido, el de las Gadeiras, sobre la bahía de Cádiz.


Pero en otro lugar tan remoto en aquel momento como la China de los Qin mientras tanto un emperador, Qing Shi Huangdi, había "enviado una expedición a los mares orientales para tratar de encontrar las islas mágicas de los inmortales chinos, seres míticos que, habiendo ampliado su vida en unos cientos de años, podían esfumarse o aparecer con el viento, y volar a lomos de una grulla". 

Los inmortales, según una tradición que siempre remite al mítico Emperador Amarillo, "Vivían en palacios de montaña, con la Reina Madre de Occidente, o en islas rocosas de los mares orientales que, al acercarse la expedición de Qing Shi Huangdi, se disolvieron en la niebla". Una de estas islas, la Isla Penglai, nunca alcanzada, pasó más tarde a la mitología japonesa, en donde se convirtió en el mito de Horai. Pero en este último, a diferencia de las islas del Golfo de Bohai, existía la muerte, y "tenía también lugar el frío invierno".

La isla, remota, apenas accesible, es el lugar privilegiado de la maravilla. En sus Relatos Maravillosos el Pseudo-Aristoteles nos hablará de Lípara, en las llamadas islas de Eolo:

"En una de las siete islas llamadas de Eolo, la que se llama Lípara, cuenta la leyenda que hay una tumba, sobre la que se cuentan muchas cosas maravillosas y en concreto, que no es seguro acercarse a aquel lugar de noche, están todos de acuerdo; pues se escucha con claridad el sonido de tambores y de címbalos y una risa con estrépito y el sonido de crótalos".


Aunque conocidas, y más cercanas, otras ínsulas se rodean de una carga mítica que las distancia de repente. En Naxos es abandonada Ariadna. En Chipre nace Afrodita; Apolo y Artemis en Delos; - "un pedregal desolado en medio del mar, una tierra ventosa y batida por las olas" según otra descripción-  Hera en Samos y el propio Zeus en la antigua Creta. En los "confines del mundo" - peirata- sin embargo se halla Ogigia, la isla de la ninfa Calipso. Eea, la tierra de la maga Circe, se encuentra "en el oriente, el reino de la aurora". ("Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de hermosas trenzas, la terrible diosa dotada de voz...", comenzaba el canto X de la Odisea).

A Eritia - que etimológicamente significa "la roja" y era asimismo la sede de Gerión, el monstruo de las tres cabezas- , Estesícoro en su poema Gerioneida apenas la sitúa vagamente "más allá del río Tartessos". (En los mapas medievales aún figuraba una isla Eritia cercana a Cádiz o frente a la costa occidental africana). De las Gorgades, islas de las Gorgonas, la tradición indicaba que su ubicación estaba "más allá del Océano, en el límite de la noche, no lejos del país de Gerión y las Hespérides". Antilia, la mítica ínsula donde acceden los obispos visigodos huyendo de la invasión árabe de Hispania, está "hacia occidente". Cuando muchos siglos después estos regresen, preguntarán aún por el rey Rodrigo, la corte de Toledo y el ejército derrotado por los islámicos.

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En el mapa de Ebstorf de la segunda mitad del siglo XIII - encontrado en Sajonia en la abadía benedictina del mismo nombre-, siguiendo una tradición más antigua, se representaba en la costa atlántica la Isla Perdida, o Isla de San Brandán. El santo, abad de Clonfart, había emprendido su viaje por el mar después de recibir la visita del monje Barinto, "que le relata la existencia de una serie de islas maravillosas en el océano occidental, más allá de los límites del mundo conocido". "Ningún hombre - creo yo- antes de Brandán se aventuró más allá de aquel acantilado" afirma el inicio de la Navigatio Sancti Brandani, recogida a finales del siglo X. Una inscripción sobre el mapa de Ebstorf advertía: "Isla Perdida. Aquí acudió en su navegación el santo Brandanus, y después que la abandonara, ningún hombre ha podido encontrarla". Un permanente intervalo, una distancia inalcanzable, separan ya siempre estas islas más allá de lo cotidiano. En el Imago Mundi  del siglo XII Honorio de Autun - nos recuerda Umberto Eco- hablaba de nuevo de la "isla perdida":

"Hay en el océano una isla llamada Perdita, la más hermosa que hay en la tierra por su amenidad y fertilidad, y desconocida para los humanos. Y cuando se encuentra por casualidad, luego ya no se vuelve a ver, y por eso se llama Perdida".

En el mapamundi de Johanes Ryusch "Universalior Cogniti...", impreso en Roma en el siglo XV y que se supone figuraba entre los mapas conocidos de Cristóbal Colón, aún aparecía, entre otras islas atlánticas, la ya citada isla de "Antilia":

"La Antitia Insula también está señalada a 37 o 40 º al oeste de las Azores (...) con la leyenda medieval de que allí se había refugiado el rey Don Rodrigo huyendo de los invasores árabes de España sin que nadie la haya podido encontrar después". En el llamado Portulano de Colón de 1492, entre otras ínsulas en el océano, figuraba aún desde luego la isla de San Brandán. Antilia aparecía, misteriosamente también, en los no menos misteriosos Mapas de Marco Polo, que supuestamente habrían perdurado en algún lugar de Italia al regreso de los viajes del veneciano. En ellos, entre otros enigmas, aparecía el remoto paraje de Fu-Sang:

"Otros enigmas, destacados por Olshin, son: la constancia en algunos mapas de la Geographia de Ptolomeo (...) el relato sobre el Reino de las Mujeres, la referencia a la misteriosa isla de Antilla, y las alusiones a Fu-Sang, un oscuro término del siglo V que parece significar una lejana tierra al este, a través del océano".



Pero también se cita una descripción de la lejana isla de Cipango, más al este, en la que la distancia propiciaba de nuevo el acceso a la maravilla:

"La isla de Cipango, situada a levante (...) es muy grande y sus habitantes son blancos, de buenas maneras y hermosos. Tienen oro en abundancia, de tal forma que que existe un gran palacio todo cubierto de oro fino, con los pisos de sus salones también cubiertos de una capa de oro fino de un espesor de más de dos dedos. Es una isla muy rica, de riqueza incalculable". (Y Colón en sus viajes iniciales no dejará de contrastar la precariedad de las tierras recién descubiertas con las descripciones del Cipango del mercader veneciano).

Cuando ya en el siglo XVI el piloto Pigafetta narre el primer viaje de la expedición de Magallanes alrededor del mundo - su Relazione del primo viaggio intorno al mondo - la isla fantástica, llamada esta vez Arucheto, se encontrará de nuevo cerca de los navegantes. Pero éstos nunca llegarán a ella.

"Dice nuestro viejo piloto de Maluco que cerca de aquí había una isla, llamada Arucheto, cuyos hombres y mujeres no miden más de un codo y tienen las orejas tan grandes como ellos (...) viven en cuevas bajo tierra y comen pescado y una cosa que nace entre el árbol y la corteza, que es blanca y se llama "ambulon"; pero debido a las grandes corrientes de agua y los muchos bajíos, no fuimos".

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Interesados en la navegación los más antiguos periplos griegos señalaban únicamente el dibujo de las costas cercanas, los puntos de agua, los puertos accesibles y los accidentes a tener en cuenta. La noción de la globalidad del territorio era ignorada en ellos. Periplos y portulanos son mapas destinados fundamentalmente a la navegación costera. Paralelo a los mismos surge en el helenismo el género de la Periégesis - o "descripción de la tierra". Entre unos y otros figuran el "Periplo del mar exterior" de Marciano de Heraclea; la obra de Timóstenes "Sobre los puertos"; el "Periplo de la ecúmene" de Simeas; el Escílax "Periplo de las regiones situadas más acá y más allá de las columnas de Hércules". O el perdido "Sobre el Océano" donde el marsellés Piteas afirmaba haber arribado, más allá de las tierras del ámbar, a la legendaria isla de Thule, o "Última tierra".

Una historia de la cartografía antigua nos señala que: "El principal criterio orientativo era el seguimiento de la línea costera (los cabos, los golfos, las desembocaduras de los ríos…). De la misma forma debían indicarse también los riesgos que comportaban algunas de estas rutas tales como la existencia de corrientes peligrosas o de bajos fondos, o la presencia de gentes hostiles en la costa", describe un ensayo sobre los viajes de la antigua Grecia.

Otra antigua tradición nos cuenta cómo los mapas latinos representaban "además de límites y pueblos, montañas, ríos, ciénagas y caminos". Algunas notas indicaban además la posible hospitalidad de los pueblos a lo largo de los caminos.

Durante siglos las cartas náuticas - o cartas portulanas -  serán utilizadas para la navegación por el Mediterráneo. Poseen una finalidad inmediata. Una descripción del conocido Atlas Catalán de 1375 recuerda que: "las cartas náuticas comenzaron a divulgarse antes del s. XII y alcanzaron su desarrollo en los siglos XIV y XV. Las más importantes son obra de pisanos, genoveses y mallorquines, estos últimos bajo la influyente corona de Aragón". Pero en otro lugar se nos advierte de la inclusión de "elementos ya presentes en las cartas medievales: figuras de soberanos, por ejemplo en África, que bien pudieran evocar al legendario Preste Juan, o elementos del mundo natural, como una morsa con aspecto de elefante junto a Groenlandia".

Entre los itinerarios interiores - itineraria picta- el más conocido sería desde luego la llamada Tabula Peutingeriana, copia medieval de un original del Bajo Imperio de Roma del siglo IV, que mostraba los principales caminos y calzadas del Imperio en la época.

"Además de las vías y las distancias, la Tabula Peutingeriana muestra ciudades, puertos, faros, altares, silos, baños termales, estaciones de posta, ríos y cordilleras, empleando una plétora de iconos cartográficos para señalar esos hitos".



Siglos más tarde, el conocido Mapa de Hereford -  dibujado hacia el año 1300, y atribuido a Richard de Haldingham, "prebendado de Lafford" - incluía el mismo "territorio interpretado" que Plutarco había anotado en relación a los historiadores antiguos. En la parte superior, fuera del círculo, la figura del Pantocrator - "todopoderoso" o "sustentador del mundo"- presidía el pergamino.

El mapa, con la estructura clásica de T en O - mapa Orbis Terrarum - recogía la tradición teológica del orbe dividido en tres partes: Europa, Asia y África, con el eje central en el Mediterráneo. La inspiración para el dibujo del mundo conocido debía en ese momento más a la lectura de San Isidoro y su erudición clásica que a las supuestas noticias de los viajes inmediatos. Era el recuerdo del mundo tal como éste había sucedido a la muerte de Noé, el primer patriarca. Y a la diáspora de sus hijos: Sem, Cam y Jafet por los tres continentes. Jerusalén, la ciudad sagrada, estaba en el centro. (El peregrino islandés Nicolás de Therra, que visitó Jerusalén en siglo XII, escribía aún del Santo Sepulcro: "Es allí donde se encuentra el centro del mundo: el día del solsticio de verano cae allí la luz antes el sol perpendicularmente desde el cielo"). 

En una descripción del mapa de la catedral de Hereford se nos dice que está compuesto de:

"1. Monumentos clásicos, tales como los faros de Alejandría y de Persona, altares que marcan los límites de las conquistas de Alejandro y otros temas de los romances alejandrinos.

2. Los mitos y lugares de Plinio y Solino en gran parte dibujados.

3. Incidentes y lugares que figuran en la Biblia: Adán, Eva y la serpiente en el Edén, el arca de Noé sobre el monte Ararat, la cuna en Belén y muchos otros.

4. Personas y lugares contemporáneos y semicontemporáneos: el hombre usando raquetas para caminar en la nieve, los recién fortificados lugares en Gales y el sur de Francia, etapas en la ruta de peregrinación a Compostela... En algún lugar del pergamino aparecían de igual manera un dibujo del laberinto de Creta, Teseo y el Minotauro.

En la parte superior del mapa, figuraba el Pantocrátor - el Todopoderoso o El que sustenta el mundo -  dominando el orbe. Bajo Él, una isla circular que representaba el Paraíso Terrenal.

El mapa se resiste a la indiferencia, a la igualdad del espacio representado. En la tradición de la lectura alegórica de Lo Creado, el territorio aparece lleno de marcas, de signos que remiten a un otro lugar; de un texto que nombra siempre otro texto, el Orden que da sentido al lugar. Según una antigua costumbre hermenéutica.

"Toda criatura del Universo, ya sea un libro o una pintura, es para nosotros como un espejo - de nuestra vida, de nuestra muerte, de nuestra condición, de nuestra suerte..." había comentado el Alain de Lille del Rhytmus alter en el siglo XII, recogiendo el sentir alegórico de la época. Que conserva siglos más tarde el poeta William Blake cuando afirma que: "El mundo de la imaginación es el mundo de la Eternidad (...) Existen en ese mundo eterno las realidades eternas de todas las cosas, que vemos reflejadas en el espejo vegetal de la Naturaleza".

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A finales del siglo XII un manuscrito de la abadía de Sawley al norte de Inglaterra, que recogía entre otras la Imago Mundi de Honorio de Autun, incluía un mapamundi que de alguna forma interpretaba los mapas de la tradición medieval anteriores. En él no sólo se incluían los lugares significativos de la representación del mundo actual, sino aquellos otros que pertenecían a la historia. Y con ello a la concepción del mapa como un signo: "Instrumento de referencia y mensaje, el mapa es globalmente un signo (…) El mapa medieval es un relato", comentaba el estudioso Zumthor la tradición de los mirabilia del Oriente en estos siglos. El cual añadía los sinónimos con los cuales se nombraba también, como descriptio, estoire, figure, forma, imago mundi, pictura y tabula

En el mapamundi de Sawley aparecía de nuevo el Oriente en la parte superior - dentro del esquema clásico de T en O. Y en él el Paraíso y los cuatro ríos que surgen del mismo. Los lugares históricos entraban también dentro del manuscrito. Como la ciudad de Babilonia, con la Torre de Babel, o la mítica ciudad de Troya. También la Cúpula de la Roca en Jerusalén, recuerdo del destruido y legendario Templo de Salomón. Galicia figura en un extremo con la figura de un templo cristiano, en este caso la imagen de la catedral de Santiago de Compostela, centro de peregrinación de la época. Pero también se dibuja a los basiliscos, al sur. O "En los extremos septentrionales los hiperbóreos (gens hiperborea) que habitaban los últimos límites del mundo conocido, en una inalcanzable región situada en el Norte". Una inscripción en el mismo señalaba la "Gens yperborea beatissima, sine morbo et discordia".

En su representación no sólo de otros lugares, sino de otros tiempos, advertíamos la figura de los cuatro ángeles que rodean el mundo. En el ángulo superior izquierdo, el ángel alado señala el recinto cerrado por una muralla del reino de Gog y Magog, (Gog et Magog gens inmunda). Como una advertencia de que al final de los tiempos el recinto será abierto. Y las huestes del infame reino inundarán la tierra, trayendo con ellas al Anticristo y toda suerte de catástrofes. ("Siberia -explicaba una inscripción del conocido mapa, más o menos contemporáneo, del alcalaíno Ibn Said- es la tierra de Gog y Magog, separada del mundo por una muralla o cadena montañosa, con una viñeta que representa la puerta construida por Alejandro"). En la descripción de Marco Polo Siberia era la "provincia de Oscuridad", "Y se puede decir que está bien llamada porque en todo tiempo hace sombra, sin sol, sin luna y sin estrellas".

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De entre las construcciones teológicas de la época, una de las más extremas será seguramente la que - reproducida en una imagen del "Atlas Fantasma" del siglo XIX - recogía la concepción del mundo como un tabernáculo, según la concepción alegórica del geógrafo Cosmas Indicopleustes en su Topografía cristiana, hacia el año 550 d. C. El marino griego- que había viajado a Etiopía, la India y hasta Sri Lanka- resumía la concepción de un apologista cristiano como Lactancio según la cual la forma del tabernáculo se correspondía con la estructura simbólica del universo.

El Templo de Jerusalén -persistente en la nostalgia de los creyentes del Libro, desde su destrucción por Nabucodonosor en el año 586 a. C.- reproducía según la Topografía el sentido de los puntos cardinales. El interior era el universo. El altar, al este, simbolizaba el Paraíso. Al oeste, la región de las tinieblas y la muerte. ("Los infiernos más sórdidos y atroces están en el oeste", nos recordaba Jorge Luis Borges comentando la obra del teólogo Emanuel Swedenborg). La puerta de acceso, también al este, separaba definitivamente lo sacro de lo profano, según la interpretación del profeta Ezequiel: "Midió el muro de cintura a los cuatro vientos: tenía quinientos codos de largo y quinientos codos de ancho, y separaba lo santo de lo profano".

En la reproducción de la Topografía... se había dibujado de manera concreta la construcción del Tabernáculo, según las indicaciones divinas dadas a Moisés en el Éxodo, como una topografía del mundo.

"En él, el ecúmene (…) consistía en una gigantesca montaña rodeada por el mar, contenida bajo la bóveda curva, cuyas paredes estaban ocultas a nuestra visión por el stereoma (velo celestial)".

En la interpretación del marino alejandrino no sólo la geografía separaba este lugar del Paraíso. Sino también el tiempo. Por cuanto había sido el Diluvio Universal el que definitivamente había distanciado el Edén para siempre.

"El mundo ( representado como la Mesa del Tabernáculo) está dividido en dos partes, la actual y la anterior al Diluvio. (...) el mundo actual, separado por un océano (...) termina en un territorio denominado "Tierra más allá del Océano en el que habitaban los hombres antes del Diluvio". En este territorio se hallaba el Paraíso, que se dibuja en forma rectangular, con profusión de flores, árboles y lagos".

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El mapa dibuja no sólo el territorio, incierto, del mundo. También, en algún momento, lo que está dibujando es el acontecimiento de la Revelación, los tiempos de aquélla. 

En torno al leído en su momento "Comentario al Apocalipsis" del Beato de Liébana (730-785)- abad del monasterio del mismo nombre, "capellán de la reina Adosinda, esposa de Silo, rey de Oviedo"- surgirán  en las numerosas copias posteriores unas prolijas ilustraciones, obra de miniaturistas mozárabes, que recogen la lectura figurada del fin de los tiempos. ("Un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más"). Entre ellas se incluyen mapamundis que son también una ilustración del texto. Las imágenes aparecerán dotadas de "una carga precisa" frente a la constante ambigüedad alegórica del texto y su interpretación, comentará Umberto Eco su reciente edición.

Una imagen plana, sin relieve, ciertamente esquemática en los mapas. Por cuanto antes que la ilustración de un territorio, su función es la de dibujar la concepción isidoriana de la oukoumene. Al sur de los tres continentes habituales, dentro del esquema T en O, - Orbis Terrarium- figuraba un cuarto, sin nombres y habitado por seres fantásticos únicamente, que había sido citado en su momento por el erudito sevillano. Son las antípodas. (En el mapa indicadas como la "zona australis frigida inhabitabilis"). En un recuadro en el extremo superior de una de las copias - la conocida como de la catedral del Burgo de Osma- el ilustrador ha aislado unas figuras dentro de un marco, que se separan del mapa. Son las de Adán y Eva en el lugar del Jardín del Edén - al cual protege un querubín alado. Su separación no es sólo geográfica: es una nota de los tiempos, en la cual se alude al momento del origen, que dará lugar a todos los posteriores. Otras figuras dibujadas en los mapamundis nombran a los apóstoles en su diáspora evangélica. El mapa, representación del mundo tras la dispersión posterior a la Torre de Babel, es una figura de la propagación del Evangelio. No en vano se encuadra en un comentario al Apocalipsis, el libro escrito en Patmos, el cual tiene una dimensión temporal y escatológica conocida: habla del transcurso azaroso de los días y del final de los tiempos, a la espera del Juicio que ha de tener lugar tras la derrota del Anticristo.

Dentro de esta tradición en un apartado eremitorio de la Ribeira Sacra, transformado posteriormente en monasterio benedictino, el monasterio de San Pedro de Roca, este mapa aparecerá convertido en un fresco sobre uno de los muros del remoto conjunto de celdas, sarcófagos, hagioscopios e iconostasios del rito original bizantino. En su dibujo apenas conservado se advierten de nuevo las figuras de la expansión evangélica, de los primeros apóstoles, con su localización legendaria: Ispania, Roma, Cesarea, Egiptus Superior, Inferior, el templo de Jerusalén; el Cáucaso, el Tigris y el Éufrates... Junto a ellos unos ángeles trompeteros que anuncian por otro lado el Juicio Final, en el otro extremo, y la culminación de los tiempos. Entre uno y otro - la Revelación y el final de la historia- el monasterio mismo aparece como el lugar de la espera, desde su primera consagración por el obispo Martín de Braga.



En otro lugar muy diferente el mapa surge esta vez como una premonición del tiempo. En la conocida "Noche 272" del libro Las Mil y Una Noches el imprudente personaje "que no pertenecía a la casa real" y se obstina en abrir los sellos de la cámara cerrada - la llamada "Cueva de Hércules"- en la ciudad de Toledo encontrará dentro de ella unas figuras exóticas vestidas con turbantes y alfanjes, que son el anuncio de la próxima conquista del reino por parte de Tarik y sus tropas árabes. En otra sala de la misma cámara secreta se hallaba "la figura de la tierra, de los mares, países y minas". El mapa en esta ocasión era un presagio y su dibujo no relataba lo conocido. Sino lo venidero, precipitado por su descubrimiento.

En la memorable versión de Jorge Luis Borges, -"La cámara de las estatuas"- este nos refiere que: "En la cuarta (cámara) encontraron un mapamundi donde estaban los reinos, las ciudades, los mares, los castillos y los peligros, cada cual con su nombre verdadero y su precisa figura". El mapa, y su conocimiento universal, eran esta vez un augurio, una certeza mágica y el sello de lo que habría de suceder.

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El reino de la Necesidad se encuentra en lo cercano y conocido, en los días cotidianos. Los lugares que escapan al lugar de lo necesario se sitúan, obligatoriamente, más allá. Hasta los primeros viajes de Colón el lugar de lo prodigioso estaba en Oriente. ("Yahveh plantó un vergel edén al oriente", había anunciado el libro del Génesis).

"El Paraíso - nos comentaba San Isidoro en sus Etimologías - es un lugar que se encuentra en la parte oriental de Asia. Su nombre es de origen griego y se traduce en latín por "hortus", que significa "jardín"; en hebreo es llamado "Edén" que en nuestra lengua significa "delicias".

Una conocida acepción etimológica por otra parte nos recuerda que el término "paraíso" proviene del antiguo persa pardeeza, que significa "jardín". (Y éste a su vez del latín medieval giardiniu, "cercado"). "El jardín de un palacio persa era un jardín cerrado, rodeado de muros, con un trazado principal en cruz que indicaba los puntos cardinales, y representaba los cuatro ríos sagrados de los persas: Tigris, Eúfrates, Cihon y Fison", apunta una historia del Hortus conclusus.

La distancia inabarcable, un cerco de fuego, una espada incandescente o unos querubines, nos advierte el arzobispo de Sevilla, guardan el lugar del Paraíso: 

"La entrada a este lugar se cerró después del pecado del hombre. Por doquier se encuentra rodeado de espadas llameantes, es decir se halla ceñido de una muralla de fuego de tal magnitud que sus llamas casi llegan al cielo".

John de Mandeville, el fantástico autor de Los viajes de sir John Mandeville del siglo XIV, en donde aparecen casi todas las maravillas del Oriente, advertía también que:

"Por tierra no se puede ir, a causa de las fieras salvajes que hay en la zona desértica, las altas montañas y los enormes riscos, que son infranqueables, y, además, a causa de los muchos lugares tenebrosos que existen allí..." Y, en otro lugar de su descripción, añadía:

"Este paraíso está rodeado de una muralla, que no se sabe de qué está hecha porque las paredes de la muralla, según parece, están completamente cubiertas de musgo ( …) La muralla del Paraíso se extiende de sur a norte y sólo tiene una entrada, que es infranqueable porque despide llamas, de forma que ningún mortal se atrevería a traspasarla".


El Paraíso, según la descripción del Génesis, se había clausurado tal vez definitivamente... La tradición sin embargo recogía la remota ubicación de aquél en el Oriente. Estaba entre los cuatro ríos del monte Meru en el jainismo. En las montañas de Kaulun para los taoístas. En el monte Penglai, en la mitología china. En las Islas Afortunadas de Píndaro o el Jardín del Edén del libro del Génesis de la Biblia. En la traducción anglosajona del Carmen de ave phoenice, el poema del apologista cristiano Lactancio, se recogía que:

"He oído que lejos de aquí, en los confines del este, está la más noble de las regiones (...) Esa parte de la tierra no es accesible para muchos de los gobernantes de la gente (...) Toda esta llanura es hermosa, bendecida con todo tipo de delicias, con las fragancias más agradables de la tierra; esta isla es inigualable (...) Allí la puerta del reino de los cielos está a menudo abierta a la vista de los bienaventurados; y el gozo de su música se les revela".

En otro momento - el Plutarco de Sobre Isis y Osiris - el paraíso había sido localizado no en un lugar más o menos distante, sino en un momento determinado: el mediodía.( El instante en que según Servio "casi todas las divinidades se aparecen"). Roger Caillois apuntaba cómo:

"Inversamente, en la especie de paraíso terrestre donde crece la planta maravillosa amomum que constituye la Arabia, un perfume indescriptible se desprende de la península entera a la hora del mediodía, bajo el ardor de los rayos del sol, y una brisa perfumada se eleva y anuncia la llegada a la Arabia a la flota de Alejandro".

Con una localización precisa asimismo, el viajero Giovanni de Marignolli en el siglo XIV lo situaba exactamente "a cuarenta millas de la isla de Ceilán". Aunque él no lo había visto, afirmaba que su rumor se escuchaba desde el mar. Una distancia insuperable, un territorio incierto e inabordable lo separaba siempre.

"Después de estas tierras y estas islas y desiertos susodichos, yendo contra Oriente, no halla hombre sino montañas y rocas, y la región tenebrosa, donde no hay día, según que los de la tierra dicen. Y de estos lugares tenebrosos y desiertos, y de esta isla yendo contra Oriente, no hay mucho camino hasta el Paraíso Terrenal", nos había advertido el John Mandeville de las maravillas de oriente.

En el extremo del mundo habitado, en el océano. El Periplo del mar eritreo, a mediados del siglo I, menciona a Crisa, la tierra del oro, y la describe como "una isla en el océano, en el extremo más lejano en dirección hacia el este de las tierras habitadas, justo donde nace el sol (…) Más allá de este país... se encuentra una gran ciudad interior llamada Thina". Dioniso Periegeta la describía como "la isla de Crisa, situada justo allí donde sale el sol". En torno al recuerdo del Edén surgía también, en algún pasaje, la noción de una isla. Los geógrafos árabes hablaban entre otras de la Isla de la Joya, en algún lugar del Índico:

"Jazerat al Jawahir o Isla de la Joya, que en la geografía árabe es una isla semilegendaria, junto al ecuador, al este y en el limite del mundo habitado".

 Esta localización más allá de las tierras conocidas de Occidente no era nueva por otra parte. Ya en el siglo IX el obispo siríaco Moses Bar Cefas en su Tractatus de Paradiso había supuesto que:

"El Bar Cefas - el hijo de Cefas - sostiene que el Paraíso fue tierra diferente de la occidental en naturaleza y en calidad, que estaba en medio del mar, rodeada de montes inaccesibles, en aguas no navegadas por ningún hombre, y que el Océano primero y el Paraíso después de éste rodeaban como dos círculos concéntricos el mundo conocido".

Los mapas mezclan, indistintamente, los lugares del relato legendario con las localidades contemporáneas, accesibles. No existe en su representación la separación tajante que la cartografía moderna establecería. Todavía en 1607 el mapa Paradisius del conocido cartógrafo flamenco Gerardus Mercator dibujaba los lugares y figuras del Edén, como Adán, Eva, la serpiente y el árbol en una localización cercana a Babilonia, con la inclusión de lugares conocidos como Palmira, Jerusalem, Sidon, Tyrus o Antiocchia… Más allá, de nuevo los escenarios bíblicos como Sodoma y Gomorra o la legendaria tierra de la reina de Saba.



Un conocido grabado, atribuido al erudito jesuita Athanasius Kircher, su Topographia Paradisi - de su Arca Noë- recogerá todavía en 1675 fielmente esta tradición. 

En el grabado se reproduce el recinto cerrado, de forma rectangular, que se halla guardado por cuatro ángeles con espadas, que vigilan las cuatro puertas. En su interior, del que surgen los cuatro ríos del Edén, las figuras de Adán y Eva bajo el Árbol. Un paisaje edénico, formado por árboles, setos, agua y un muro infranqueable nombra su interior, el lugar sellado.

Más allá de los muros, las figuras de Caín y Abel, el sacrificio de Abraham, el desierto, los animales salvajes. El Paraíso, describe el grabado, se encuentra localizado en en un valle entre Armenia, Persia, los ríos Tigris y Éufrates, las montañas del Líbano y el monte Sinaí, en su extremo. Sobre el monte Ararat, al fondo, permanece el arca de Noé. Todos los sucesos, los lugares históricos, los accidentes reconocibles se encuentran fuera. Dentro del jardín, inalcanzable, reposan el tiempo inmóvil, el lugar más allá de la historia.

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En otros lugares - al norte de Europa, necesariamente - el Paraíso se sitúa más allá de Irlanda, "una tierra de niebla y penumbra (...) más allá de la cual se encuentra el mar de la muerte", según la descripción homérica. "Los celtas siempre representaron el otro mundo y el más allá maravilloso de los navegantes irlandeses en forma de islas localizadas al oeste - al norte - del mundo". La bruma, la niebla, ocultan el mar del Norte siempre, y sus lugares. El geógrafo Claudius Claus, en su conocido "mapa de Nancy" de 1424, lo señalaba como "congelatum mare, tenebrosum mare, quietum mare". Para añadir, más al norte aún: "Griffoni regio vastissima". Un anónimo mercader milanés describe Escocia en el siglo XVI como "tristes, montañosas y pobres son las tierras de Escocia". De un lugar "yermo e inhabitado, lleno de páramos" habla más tarde el viajero Andrew Bordo.

En los mapas de Mathew Lewis, del monasterio de St. Albans, ya a finales del siglo XII, todavía se remarca la antigua muralla de Adriano que separaba, desde el Imperio de Roma, a los anglos de los escotos y pictos - y con ellos, la civilización romana de los territorios oscuros y sin leyes que se situaban más allá. Escocia se anuncia todavía como una "regio montuosa et nemorosa gentem inculta". Sobre la representación de la muralla se anota que: "En la esquina superior izquierda hay una leyenda, parcialmente dañada, indicando que "En esta parte hay un extenso mar donde no hay nada más que la morada de monstruos, aunque se ha encontrado una isla en la que hay muchos carneros".

La niebla había presidido por otra parte en las distantes montañas de Georgia otra región inalcanzable, como era la del reino de Abcas, en la descripción del Libro de las maravillas.

"Mas aquellos de la tierra dizen que que algunas vezes veen allí ende andar gentes y caballos, y oyen las gentes que cantan y saben bien que en aquel lugar ay gentes, mas no saben qué gentes sean". 

En otro tratado - una historia de las religiones precristianas - se describe "la retirada de los últimos dioses a sus moradas inmortales, como las remotas islas". Como en el santuario de la isla de Lein - Enez Sisun - "en el límite occidental de las tierras de los vivos, frente a la feliz llanura donde sobreviven los muertos". O la del  rey Tehtra, jefe de los Fomoré, vencido en la batalla de Mag-Tured, que se convierte en rey de los muertos, "en la región misteriosa que habitan más allá del océano" - relataba D´Arbois de Jubainville en otro lugar.

"Algunos dioses abandonaron el suelo de la isla y se retiraron a un país llamado Mag Meld, más allá de los mares de occidente" - recuerda el mismo tratado. Del evangelizador de Irlanda, el santo Patricio, se nos dice que a menudo oía "las voces de los que moran más allá del bosque Foclut, más allá del mar del oeste".


Según otra tradición, otros viajeros de las islas se refugiaron en Hy Brazil, o isla de Breasal "tierra mítica en la que se supone que buscaron refugio los dioses después de su exilio".

En oscuro norte, en la Germania, - "una tierra sin forma de ello, y de áspero cielo, y de ruin habitación y triste vista" - más allá del limes, había situado una descripción clásica como la de Tácito en su libro "De las costumbres, sitios y pueblos de la Germania", los límites del mundo mensurable:

"Más allá de los suyones hay otro mar tan perezoso, y que casi no se mueve; y se cree que es que cerca y ciñe la redondez de la tierra porque después de puesto el sol se ve siempre aquel su resplandor (...) Y también es opinión que se oye el ruido que el Sol hace al zambullirse en el Océano, y que se ven las figuras de los dioses y los rayos de la cabeza, y es la fama que hay, y es verdadera, que hasta allí y no más llega la naturaleza".



Situada en el Atlántico, al Oeste de Irlanda, en las leyendas irlandesas la isla de Brazil aparecía siempre cubierta por la niebla. Curiosamente Hy Breasal - del clan Breasal - aparece todavía en el Portolano de Angelico Dulcert, editado en Mallorca en 1339. Como "Isla del Brasil" en el mapa de Andrea Bianco, en 1436. Pero también el geógrafo sueco Olaus Magnus en su Historia de Gentibus Septentrionalis , editada en 1555, incluía la presencia de la isla de Tule y de los abundantes monstruos marinos en su descripción de las tierras septentrionales de Europa - monstruos como la xifia, el rosmaro, el fiseter o la gigantesca serpiente de mar, que serían literalmente recogidos en las obras posteriores sobre Islandia, como el famoso cartógrafo Sebastian Munster o el Abraham Ortelius del clásico Theatrum orbis terrarum, de 1595.

Otra referencia posterior sobre la isla de Brazil nos cuenta que "En 1674 el capitán John Nisbet señaló haber visto la isla en una travesía desde Francia a Irlanda. Establecía que la isla estaba habitada por numerosos conejos negros y un mago que vivía solo en un castillo de piedra". La referencia a la isla se pierde más tarde.

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De milagroso había sido calificado el primer avistamiento de la isla Bouvet - "la isla deshabitada más remota del planeta"- en el Atlántico sur por el francés Jean Baptiste Bouvet de Lozier a principios del siglo XVIII. Alrededor de la misma época, en 1683, el corsario inglés Ambrose Cowley alcanzaba por primera vez a divisar la ignorada isla Pepys, cercana a la costa austral argentina. Pudo realizar una descripción bastante precisa de la misma:

"Seguimos navegando al SO hasta los 47º de latitud. Entonces avistamos al oeste una isla desconocida y deshabitada, a la que llamé Pepys. Se puede hacer cómodamente en ella aguada y leña. Su puerto es excelente, y capaz de recibir con seguridad a mil buques. Vimos una gran cantidad de aves en esta isla, y opinamos que el pescado debía abundar en sus costas, por estar rodeadas de un fondo de arena y piedra".

A partir de la noticia del capitán Cowley la isla se reproduce en la latitud citada en casi todos los mapas de la zona posteriores. (En William Hacke, Herman Moll, Ramón  Clairac o un anónimo que cartografiaba la "Derrota que hicieron los navíos del Rey, Europa y Castilla..." en 1718). El gobernador de las islas Maldivas, Ramón Clairac, aportaba una imagen gráfica de la isla, "Plano de la Ysla de Pepys", que contradecía en cierto modo la original que había dibujado Cowley a su regreso.




Pero, a despecho de los mapas en donde se dibujaba, la isla nunca volvió a ser alcanzada. Ni advertida siquiera. Navegantes posteriores como Bouganville, John Cook o Jean FranÇois de la Perouse no la encontraron. El capitán John Byron, que en 1704 según instrucciones del Almirantazgo partió en su busca, declaró que no había podido divisarla:

"Y por cuanto las islas de su Majestad Pepys, situadas entre el cabo de Buena Esperanza y el Estrecho de Magallanes, a pesar de haber sido descubiertas y visitadas por navegantes británicos, jamás han sido reveladas...", escribiría en su informe posterior. Lo cual no sería óbice para que en 1839 el periodista y aventurero napolitano Pedro de Angelis, asentado en la colonia uruguaya, escribiera al cónsul inglés en Montevideo afirmando haber tenido informaciones recientes de un barco español que navegaba desde las Malvinas y tenía noticias ciertas de la isla, y solicitando que "reclamaba al gobierno inglés que se le cediera en propiedad la mitad de la misma y una participación en los beneficios que obtuvieran los concesionarios en la caza de anfibios y en la extracción de guano". De Angelis declaraba haber enviado la noticia del reciente encuentro también a don Jorge Juan, en el Departamento de Marina. Pero ignoramos cuál fuera la respuesta del consulado británico.

Los cartógrafos posteriores, como Thomas Jeferys, d´Anville y Thomas Kitchin declaraban a la isla como "imaginaria" y por su parte, el español Juan de la Cruz y Olmedilla, "fabulosa".



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El mapa recoge la incertidumbre, asimismo. "Más allá del mar de las tinieblas nadie sabe lo que existe" reconocía en 1154 el geógrafo árabe Al Idrisi. Recogiendo una tradición que aparecía ya en San Isidoro: "La anchura del océano es infranqueable para los hombres e inaccesibles los mundos que están más allá", había escrito en sus Etymologiae. ( "No existe nada más allá de Irlanda", afirmaba el geógrafo Estrabón). En alguna ocasión esta incertidumbre es recogida de igual manera en los repertorios geográficos. Como en el propio Estrabón cuando define el mar de la remota Tule, la última de las islas, como "una cierta mezcla de aquellos elementos - tierra, mar y aire - semejantes a las medusas ". Y en el cual, afirma, "es imposible caminar o navegar". ("¿Qué había más al este? -[de Taprobana]-. Al este, según el Periplo, según Plinio y según geógrafos del siglo I como Pomponio Mela y Estrabón, no existía nada más que el océano. Era el límite de las tierras habitadas", nos recuerda un relato sobre la ancestral ruta de la seda).

 El océano remoto es el "mar pedregoso" o "mar verde de la melancolía" como es denominado a veces en la terminología medieval... Los mapas dibujan en ocasiones el vacío, la ausencia.

Este vacío era a veces representado como tal. "En los mapas del mundo de Ptolomeo (…) los territorios desconocidos se omiten, la Terra Incognita ejerce de límite del mapa", se nos dice en las Cartografías de lo desconocido de la Biblioteca Nacional de Madrid.

Pero el territorio ignoto, y todo un continente sólo supuesto, eran a veces también representados, junto con el mundo conocido, del que los viajeros y los cartógrafos anteriores habían dado noticias repetidas.

En el Liber Floridus del deán de Saint-Omer, Lamberto de Saint Omer, en el siglo XI, el monje, recogiendo la interpretación clásica entre otros de Macrobio, dividía su mapa en dos partes:

"La parte izquierda comprende el mundo habitado en el hemisferio norte y la parte derecha contenido literario sobre el mundo desconocido en el hemisferio sur, es decir, el cuarto continente que habíamos visto en los mapas macrobianos y en los Beatos". Sería el territorio de los antoikoi de Crates, que habitaban en el otro extremo. Una leyenda en el mapa indicaba que: "algunos sabios estiman que aquí habitan los Antípodas, completamente diferentes del ser humano debido a las diferencias de la región y el clima". Este gran territorio continental, inalcanzado, ya era denominado como "Auster" o "zona australis".


En el mapamundi impreso en Ulm en 1482 la Terra incognita secundum Ptholeum figuraba todavía en el extremo meridional del mismo, "al sur de los montes de la Luna". O en la proyección acimutal del Nuevo Atlas de Johannes Jansonius en 1638 aparecían los límites de las nuevas tierras descubiertas por los europeos en la época  junto con los contornos indeterminados, como en esbozo, de un continente fantasmal: la Terra Australis Incognita - que por otra parte se había de mantener en los mapas meridionales hasta los viajes por los mares del sur del célebre capitán Cook, por lo menos.

Esta remota Terra Australis - Antartikos- que según Ptolomeo debía cerrar el Océano Índico al sur, había aparecido de forma supuesta, necesariamente teórica, ya en la descripción de Aristóteles. Y se repetiría en los mapas sucesivos hasta el siglo XVIII. El cartógrafo Oronce Finé, en 1531, por ejemplo, dibujaba un territorio a partir de la Tierra del Fuego, descrito como "Terra Australis recenter inventa, sed nondum plena cognita". Cerca de ser alcanzada, su territorio siempre mantenía esta permanente distancia, una ambigüedad que sin embargo no se escapaba de la representación.

El sueño de una otra parte, el doble inverso de este mundo, se adscribía a esta tierra de los antípodas, alimentada su presencia utópica por la supuesta condición de un océano, el Índico, al que durante mucho tiempo se supuso un mar cerrado. En su "Pour un autre Moyen Age" el francés Jacques Le Goff señalaba esta necesidad en el hombre medieval de "El reverso de su propia imagen, el mundo a la inversa; y el anti-mundo que él soñaba, arquetipo onírico y mítico de las antípodas, al cual refleja y lo remite a él mismo". "El océano Índico -añadía más tarde- es el mundo encerrado del exotismo onírico de Occidente, el hortus conclusus de un paraíso mezcla de éxtasis y pesadillas".



Cuando Fernando de Magallanes arriba a la isla Grande de Tierra del Fuego supone que ésta es parte del ignoto continente:

"Magallanes, al recorrer el estrecho homónimo en el extremo de América del Sur, vio a su izquierda una serie de islas ricas en bosques y montes, cubiertos de nieve (...) él creía que que se trataba de las estribaciones de la Terra Incognita", nos recuerda el Umberto Eco de Los lugares legendarios

 Y en las primeras expediciones al sur de Australia o a Nueva Zelanda, los cartógrafos de algún modo incluyen los nuevos territorios en su remota tierra. Su ambigüedad, a despecho de los mapas, permitía aún mantener que: "A este territorio comúnmente se le atribuían características fantásticas como la existencia de serpientes marinas, grandes dragones y sirenas, entre otros seres mitológicos".

Nunca alcanzada, desaparece de los atlas más tarde. (Los mapas coloniales del siglo solían marcar los territorios en blanco con la indicación; terra nullius; tierra de nadie. "Toda esta provincia - afirmaba la Carta llamada de Colón de 1492 - fue descubierta por mandato de los reyes de Castilla y más al oeste "terra ulterior incognita").

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Alegorías del viaje, su representación figurada en el mapa alegórico revela su sentido.

En un grabado del holandés Theodor de Bry, "Inventio Maris Magallanici", de 1594, éste reproduciría la visión que, desde Europa, se había recibido del formidable viaje de Fernando de Magallanes, y de su ya legendario descubrimiento del Estrecho que bordeaba la Tierra de Fuego.

El grabado se inspiraba en la obra anterior Americae Retectio del belga Jan van der Straert, una serie de imágenes alegóricas en las que, de algún modo, no sólo se recogen los nuevos lugares, pueblos y escenarios que se estaban desvelando. Sino también su interpretación, para el imaginario colectivo de la época.

Una minuciosa descripción de la historiadora Isabel Soler - que lo incluye en su exhaustivo "Magallanes &Co" - anota las figuras de Hiperborea, Apolo o Tetis aún presentes en la escena. En ella:

"Absorto, Magallanes medita cálculos astronómicos mientras la nave sigue hacia el poniente, persiguiendo el sol de la mano de este Apolo Helios (...) Con el rostro vuelto hacia babor, quizá el navegante se percata de los humos y hogueras de Tierra del Fuego (...) Tal vez es Tetis esa bella nereida, la sirena que con la izquierda se sujeta la larga cola, creando un círculo que vaticina el redondo dibujo del mundo que sólo una de las naves de las Molucas conseguirá realizar (...) el enorme pájaro Garuda, devorador y solar, sujeta con sus garras al elefante mientras vuela hacia el árbol "caiu pauganghi". Frente a ellos, Céfiro, el duro viento del oeste, sopla con fuerza, mientras Zeus contempla la inédita escena. Ningún europeo había llegado nunca hasta aquellas heladas y ventosas latitudes, ninguna nave peninsular había cruzado antes aquel estrecho del fin del mundo".

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El territorio de lo desconocido y lo impreciso es de nuevo el lugar que escapa a la Necesidad. Una literatura frecuente sueña con las antípodas, después de que la leyenda de El Dorado hubiera revelado su inanidad última en las tierras del Orinoco, la Nueva España.

"Lo que circulaba por Cartagena era que se había conquistado El Dorado y que el hombre de oro había enviado como tributo al rey de España "el retrato de un gigante todo de oro, de cuarenta y siete quintales de peso, al que los indios consideran su ídolo" describe el antillano V. S. Naipaul en su minuciosa -y triste- La pérdida de El Dorado. Y, más adelante: "El Dorado estaba a una jornada de viaje, según le dijeron los indios a Vera".

La Tierra Prometida estaba en otro lugar, siempre un poco más allá. "En los lugares opuestos, como en los espejos, es donde se invierten las imágenes, donde las cosas suceden al revés, lo que explica por qué la Terra Australis fuera entendida como una suerte de Tierra Prometida".

Pero en otro lugar, en nuestro siglo, el poeta D´Arcy Crosswell nos advertía, describiendo su isla - Nueva Zelanda-, el perfecto lugar  de las antípodas:

¡Despierta! Y descubre esta costa familiar,
Y este infierno aún peor que desde lo hondo acecha.
Otra tierra no hay, ni rescate posible.


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Notas sobre la Ballena Blanca

  La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - "Llamadme Samuel"- s...

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