martes, 31 de marzo de 2015

Domingo en la Cava Baja




Domingo de Ramos en la ciudad. Por la tarde, cayendo ya la luz, hay un ritual de procesiones y cirios encendidos en las calles del centro, que revelan de pronto a un público expectante y ensimismado, el cual abarrota Puerta Cerrada, la esquina de la calle Toledo frente a Casa Paco y ha ocupado posiciones - deben de llevar allí un buen tiempo - en la placita de San Justo, frente a la iglesia de San Miguel, de donde sale el paso. Huele a romero y a incienso litúrgico. De fondo, tambores, clarines y los sones de la semana de la Pasión - como en todas las plazas de España, estos días.

He ido con F. a ver la salida del paso de la Cofradía de los Estudiantes. Vemos la lenta, interminable aparición de una Inmaculada adornada de plata, de candelabros, de ramos verdes sobre la plaza, el antiguo palacio - triste, como todos los de los Austrias - de Puñonrostro.

Más tarde nos cruzamos con el paso tradicional del Domingo, el de la entrada a Jerusalén. Los centuriones romanos, los ramos, la palmera y el burro, que bajan de la Plaza Mayor por la curva de los edificios de la Cava de San Miguel hasta alcanzar Cuchilleros y Puerta Cerrada, de nuevo.

Es una zona que hace tiempo no pisamos. Los mesones al modo de un supuesto Madrid de bandoleros y castizos tienen un aire - y un público - menestral y ajeno que no nos atrae nada.

El paso camina con cierta prisa, esquiva las ramas de los árboles que se cruzan a su marcha con una vaga premura. La palmera que se erige sobre Cristo ese día triunfante choca con ellos, prosigue el camino luego.

En un balcón de una de las casas antiguas de la calle - sobre los mesones, los reclamos de Luís Candelas que, trabuco en mano y pañuelo en la frente, anima a los turistas a entrar en las cuevas - una mujer mayor, sola y arrugada, contempla el paso. Semeja que hace años, innumerables, que esa misma tarde ve cruzar bajo el balcón la procesión, las mismas figuras, la misma banda. Reza para sí y, al acercarse las imágenes, se santigua.

Espera un milagro, le comento a F. Lleva años, todos los domingos, aguardando el milagro. Y en su tensa demanda, nunca cumplida, en la inagotable espera, nombra de pronto la esencia del milagro: la demanda nunca agotada, tampoco abandonada. El lugar del anhelo, la súplica, que se reiteran en silencio.




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