viernes, 25 de febrero de 2011

De genios y olvidos. La traición del negro Romero.


La historia se la contaron a Jaime en La Estrella, creo.

La Estrella es un bar cercano al mercado de Usera. Allí se reúnen, o se reunían, los empleados del mercado. Los de los camiones se juntaban con los restos del antiguo gimnasio de Usera. O sea, boxeadores retirados y algún admirador. Más algunos chicos, colombianos la mayoría,  que todavía entrenaban allí. Pertenecía a Marcelo, que en su día fue campeón regional de los pesos medios y aún conservaba su clientela.

El negro Romero hablaba con Marcelo, en la barra, y con tres o cuatro contertulios, de los que pasan la mañana entre el aguardiente y las fotografías ahumadas.

- ¿Qué iba a hacer, chico? Sí, qué iba a hacer. El muchacho estaba allí, sonriendo, y bailaba delante de mí. Movía los brazos como una bailarina y pegaba menos todavía. Entonces, qué le iba  a hacer, Marcelo.

- Empieza por el principio, Romero, que no te explicas nada.

El negro Romero, antigua figura de los welter, se dirigió a los demás.

- Vinieron a avisarme al bar. Yo estaba entonces, como ahora, más tieso que la mojama y no me salía ningún combate. Vinieron entonces a decirme que si quería ir a Lisboa, a pelear con un angelito de allí. Treinta mil duros de bolsa y el viaje.  Y el hotel, que ya no me lo pagaba nadie.
- ¿Ese era el trato, Romero?
- Ese y tirarme en el quinto asalto. Era un buen trato.
- Lo era - ratificó el otro.
- Así que me fui a Lisboa, me pasé allí tres días, me comí un bacalao y me compré unos zapatos...
- Y algo más, Romero.
Éste no hizo caso de la interrupción.
- En Lisboa vi que no se habían olvidado de mí. La prensa anunciaba el combate. Todos hablando del muchacho, uno moreno, de Mozambique, creo, que estaba empezando. Decían que era una joya, el futuro Ray Sugar, o algo así. Pero a mí me anunciaban todavía como campeón español de los welter y sacaban fotos de la pelea con Sangchili.
- Quien tuvo, retuvo, negro. - comentó otro.
Tampoco le prestó atención. Ahora parecía dirigirse exclusivamente a Marcelo.
- Estaba tirado, Marcelo. Los dos primeros asaltos me dediqué a pasear alrededor del moreno. Pero al segundo ya me había dado cuenta de que el negro era un paquete. No tenía más que gomina en el pelo. Y los dientes, que le brillaban en la esquina...
- ¿Y qué pasó, Romero?
- Que le di un asalto más, a ver si el angelito despertaba. Pero en el cuarto me cabreé de verdad. Y entonces pensé: ¿Y este figurín me va a tirar a mí? . Venga a ponerle la cara y venga a pensar. Cuanto más se la ponía, más me hacía pensar. No podía dejar de mirarlo y me acordaba de las fotos con Sangchili que había visto allá.
- ¿Qué ocurrió después, Romero?
- Pues qué va a pasar. Que en el quinto le tiré dos guantazos y lo mandé para la lona... Me vine corriendo y sin pasar por el hotel.  Marcelo, ¿tú qué hubieras hecho?
- Es verdad, Romero. Qué ibas a hacer.

Le pregunté a Jaime por la historia del negro Romero, después. Pero Jaime ya no sabía nada.

martes, 22 de febrero de 2011

El instante después.


 X. intenta explicarme algo relacionado con una sensación sobre la que está escribiendo algún relato. La del momento posterior, el instante después, en el cual todo queda ya en silencio. La cualidad de este silencio, su densidad significativa .

(Yo le había objetado antes el cansancio de unos años en los que se puso de moda la "poética del silencio", su extraño prestigio. La cual daba lugar a las mayores vacuidades- instalaciones y videos incluidos, entre otras. Y que recordaba más bien una definición clásica, que nos advertía que de lo que nada sabíamos, haríamos mejor en callar. Recuerdo en concreto la moda de Edmond Jabbés, su literatura sobre nada. Novelas sin acontecimiento. Películas sin narración. O el prestigio del vacío: las paredes blancas de algún artista efímero. Los gestos mudos, y mínimos, de algún comediante. La moda del lienzo en blanco... Sin hablar del "nouveau roman" francés, cuyo solo nombre aún produce bostezos interminables. "Qué aburrimiento tan vacío, efectivamente", replicaba X.)

Pero no eran este hastío, esta pobreza, mudos efectivamente, los que X. intentaba describir.


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Hojeando una tarde un relato, los "Hoteles literarios" de Natalie Saint- Phalle, X. encuentra de pronto una referencia bastante precisa de lo que intenta decir. Esa intensa, abismal sensación que es la del momento posterior, irremisiblemente ido. Su silencio.

Hotel Misant, en Celerina, Suiza. El 13 de agosto de 1900 llega allí Paul Rée, el antiguo amante de Lou von Salomé; los miembros de la extraña trilogía que completara por un breve tiempo Friedrich Nietzsche. "Solo, ya sin patria, ha escapado con el deseo de olvidarse de sí mismo, de atenuar su dolor allá donde conoció, con Lou von Salomé, las horas más dichosas de su existencia, en los veranos de 1883 y 1885. Nietzsche, con quien ambos habían fundado una efímera "Trinidad" y de quien se habían separado, lleva diez años hundido en la nada de la locura. Morirá dentro de unos días, el 25 de agosto".

Hace ya cuatro años que Paul Rée se ha separado de Lou. "Ten compasión, no me busques", le ha escrito al despedirse. Son cuatro años de trabajo de médico, no gratificado. Vaga por diferentes lugares:  la finca familiar de Prusia acaba de ser vendida. Ya no escribe. "Ya no escribe, aunque todavía lee, se pasea con un ejemplar de La Bruyère o Rochefoucauld en el bolsillo.  El 28 de octubre de 1901 sale del hotel para una última caminata en el curso de la cual tendrá una mortal caída desde un acantilado rocoso, a plomo sobre el Inn".  Habrá transcurrido solo, paseando por los alrededores estos últimos meses, los últimos años en realidad, de su existencia. En algún lugar, secretos, mudos, irremisibles, los años con Lou.


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Otra escena que siempre, secretamente, le había impresionado, me cuenta luego. Es la escena final de una conocida película, de hacía unos años. En ella - tomada del relato autobiográfico de un médico durante la Revolución Soviética - ocurren todas las cosas:  hay una revolución que rompe las vidas de los protagonistas; hay deportaciones y muertes; se produce - una más - la ruina y la miseria de una antigua familia de la nobleza.

Alguno de ellos sucumbe. Otros, son perseguidos. Entre el caos y la brutalidad, hay un exilio remoto y silencioso en un lugar de la estepa, una casa ruinosa y aislada en el páramo. La casa se erige aún, visible, sobre los restos del jardín, sobre la llanura helada. La revolución continúa, la guerra civil... En medio de todo ello tiene lugar una historia amorosa. Los protagonistas se conocen en medio del caos, la fatalidad. Sucumben a una especie de pasión triste. Rompen todos los lazos, todas las relaciones. A su alrededor prosigue la revolución, la devastación. Ella tiene una hija, familia anterior. Él rompe con la suya... Nuevos viajes, nuevas separaciones, entre la revolución que triunfa y les impone el olvido, el exilio finalmente... En una escena final - han pasado los años -él la encuentra a ella, fugazmente, entre la multitud, en la ciudad, a donde ambos han regresado. Intenta descender del autobús, para alcanzarla, pero ella ya ha desaparecido. Camina ahora por calles anónimas, nevadas, modernas... Lleva la cabeza baja. Se pierde entre la multitud. Nunca - sabemos perfecta, fatalmente - volverá a hablar. La multitud  y el olvido la engullirán, anónima, para siempre.

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Una nota de X.

"Bek- Hadjiev, ayudante de campo del general Kornilov.

Después de la muerte de su jefe, Bek-Hadjiev volvió al Turquestán. Luego, pasó a Bagdad y a la India, para reunirse a Koltchak en Siberia. Tras la derrota de éste se le encuentra primero en Vladivostok, luego en Manchuria. Se dedica a tareas que desconocemos. Su rastro se pierde en Mexico."


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X. recordaba, vagamente, la escena de otra película, que alguna vez había visto. En ella, el protagonista vagaba por unas sierras remotas durante años. Solo, caza, se pelea con los montañeses, con tribus indias, con otros cazadores. Se reconcilia con ellos, vive brevemente con una mujer india. Siempre está callado. Un día se encuentra con otro cazador, antiguo amigo, que le habla de la ciudad de donde viene y le intenta dar noticias de ella. "Ya las conozco", le interrumpe el protagonista, despectivo.

El instante después. II



La nieve cae sobre Irlanda. Cae silenciosa, continuamente. "Los periódicos estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Fury, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos."

En el conocido relato de Joyce, titulado "The Dead" - del "Dubliners" de 1914 - la mayor parte de la narración se ha desarrollado en el moderno escenario de la banalidad. Se relata una fiesta en la ciudad de Dublin. Los personajes hablan, ríen, se emborrachan. Comentan los acontecimientos cotidianos o revelan sus también cotidianas frustraciones...  Espacio de la denotación, la literatura, durante la mayor parte del relato se adscribe a esa función denotativa del lenguaje, en el cual éste cumple la función de dar cuenta de lo "real". Esto es, de su caos, de su confusión. A nada dirige la sucesión de los acontecimientos. Ningún lugar definido dibuja el mero acontecer. Sino es quizá a la formación de un repertorio, una lista de acontecimientos - característica de un realismo radical en el que nada excede de la mera suma de objetos. De sucesos. Sin que ninguna jerarquía, ningún orden de trascendencia sea capaz de dar cuenta de nada que no sea su lisa acumulación, su atroz indiferencia.

Nada pertenece a lo que podríamos llamar el espacio real del "sentido": no hay ninguna revelación. No hay ninguna dirección - en la acepción literal de "sentido". Ninguna frase en el relato, ningún gesto concluyen nada más allá del terreno de la pura banalidad - ese espacio insensato, gris, que constituye tantas veces el territorio de la narración contemporánea... Sólo al final, en un "crescendo" magnífico, asistimos de pronto a la revelación. De la tristeza del protagonista, del silencio, del equívoco continuado en que su vida, como las demás, consiste... Hay una historia amorosa, remota, desdichada en la vida de su mujer. El pasado retorna y, con él, el sentido del presente.  La revelación concluye con la descripción de la nieve sobre Irlanda. Puro sentido, pura intensidad, por fin, esta intensidad es la del silencio, finalmente. Y en cierto modo queda así, finalmente, innombrada, silenciosa a lo último. Se funde con él, con la caída de la nieve, lenta y silenciosa.

"leve sobre el universo, (...) como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos"

domingo, 20 de febrero de 2011

De genios y olvidos. I




Apoteosis de los nombres raros. En la barra del bistrot donde paramos habitualmente, J. habla con Sophie, la encargada de la bodega.

Hablan de la canción francesa. Llevan varias semanas hablando de la canción francesa y curiosamente es J. quien le aporta información a Sophie. Se intercambian discos, fotos, recuerdos, nombres. Pero esta vez J. se ha excedido. Tiene a la perpleja Sophie buscando desde hace días, infructuosamente, al cantante que le ha asegurado es la reencarnación viva del espíritu de la música. Un tal Leny Escudero, al que Sophie no conoce, ni desde Francia le han podido dar noticia.

- ¿Y quién es Leny Escudero? - le preguntamos.
- El mejor - sonríe.

Y pasa a hablar de Serge Gainsborough y de Jane Birkin. Agradable conversación. Pero J. siempre se empeña en ir más allá.

J. nunca ha estado en París, que sepamos. Su periplo francés tiene más bien que ver con la playa del Palo o Pedregalejo. O con una novia de Toulouse que frecuentaba los cafés de la calle Segovia. Si hubiera sido A...

A. come ese día con nosotros. Acaba de venir de un viaje al D.F., donde está investigando algo. Vivió varios años en La Cité Universitaire, cerca de La Sorbona. A su destartalado apartamento acudía todo tipo de becarios del Centre de Hautes Etudes: senegaleses, argentinos, españoles, mejicanos... En algún tugurio, muchas noches, terminaban escuchando a Jean Ferrat, a Leo Ferré, a Reggiani.

- El lugar más raro donde he escuchado a Jacques Brel - cuenta ahora A. - fue en una grabación, una noche, en La Martinica. Habíamos ido con una beca de la cátedra de Vincennes, a fotografiar no sé qué. Llevábamos toda la tarde en una taberna, bebiendo ron. El ambiente se había cargado, y empezaron a entrar unos amigos del dueño, un mulato que llevaba la barra. Los morenos ya no bebían, miraban solamente y comenzaron a rodear las mesas. El inglés que estaba conmigo empezaba a retarles, harto de copas ya. Entonces, no sé lo qué pasó, comenzó a sonar una canción de Jacques Brel y de pronto me vi fuera, sentado en la terraza, hablando de París con un periodista viejo que andaba por allí.
- ¿Y el inglés?
- No lo recuerdo. El chiringuito desapareció, más tarde. No sé si el inglés desapareció a tiempo también. Sólo me acuerdo de Jacques Brel y de que nos pusimos a hablar de un bistrot de París, frente al Parque de Luxemburgo, que el periodista frecuentaba. Brel era irrepetible...
- Sí, pero no vale, porque Brel era belga. - objeta J.
- Belga o merovingio. O sea, francés.
- Vale, J. Y Aznavour era armenio, Moustaki griego y Reggiani de Calabria. - opongo.
- Sí. Pero no belgas. Además eran anarquistas. O sea, internacionales.
- Ya. Del país sin patria, ni Dios, ni amo.
- Del país de los bares y las cuevas.
- Sí. De ese.

No se puede acallar ahora el pasado. Europa es de pronto una canción francesa que suena en una calle. Jacques Brel era irrepetible, pero también la Hardy, como apunta J. A mí me gustaba Leo Ferré. Algunas cosas se reiteran. Otras no. El invierno pasado releímos unos relatos clásicos de Julio Cortázar, que aguantaban perfectamente. La mayoría, cómo no, se situaban en París. Otros, en la frontera belga. No sé cómo será releer "Rayuela", ya puestos. P. lo hizo, hace poco. Pero todos sabemos que P. se quedó perplejo mirando a la Maga por los puentes del Sena hace años, y aún no ha sabido volver. Ha escrito una novela que J. ha leído este invierno y, sin nombrarla, la Maga aparece todavía en todas las páginas. El verano pasado yo intenté regalar "Prosa del observatorio", el relato breve de Cortázar que me fascinara, adolescente aún, a B., hablando de arquitecturas efímeras. Se me ocurrió hojearlo antes de dárselo e inmediatamente me lo guardé en el bolsillo. Ya no había nada allí. Aunque P. no lo sepa.

A. nos hace una lista. Reggiani cantó a Boris Vian - él también, con Mercedes , su amiga galerista, borracha, en una noche tormentosa en Ávila. Aún se acuerdan en aquel bar de carretera. Yves Montand canta a Prévert. Ferrat a Paul Eluard. Después lo hace con Aragon.

- Valiente actuación la de Aragon, cuando el caso Gide.- objeto yo, que estoy releyendo el "Viaje a la URSS" del último.
- Me da igual. El disco era muy bueno. Y los poemas de la Resistencia, de una retórica emocionante aún.
- Aunque ya sepamos que eran mentira.
- Aunque entonces ya lo sabíamos.

J. está ya imposible. Vuelve a citar al misterioso Escudero. Cantó al Ejercito del Ebro, según cuenta. Nadie puede objetarlo. Cita nombres, letras de Jacques Prèvert, las versiones de Victor Hugo que cantó Brassens.

Interviene Phillipe, el dueño del bistrot.

- Me parece que Escudero era hijo de unos exiliados españoles.
- Tal vez.
- Pues el mejor era él - reitera J.

Qué manía. Antes nos había recordado la evocación de Alfredo Di Stefano sobre la histórica delantera del Peñarol.

- Don Alfredo siempre decía que el mejor de todos, che, era Moreno. El Gordo Moreno.
- Y quién era el gordo Moreno...

Pero ya no hay nada qué hacer. El día anterior, hablando sobre la magnífica escuela de boxeadores que había dejado el gran Kid Tunero, sobre otros grandes nombres de la época, apenas mencionó de pasada a Ray Sugar Robinson o al inolvidable Mantequilla Nápoles - y éste, porque citamos el clásico relato de Cortázar sobre "La última noche de Mantequilla Nápoles". No. En su lugar recordaba otra frase, remota, del cubano.

- El mejor que había visto Tunero, decía siempre, era el doctor Luis de Santiago.
- Y ése quién es.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Posada. Al este de Shuzou.


"Después del mes de agosto de 1922, Alexandra David-Neel atraviesa el desierto de Gobi. En febrero de 1923, al este de Shuzou y con veinticinco grados bajo cero asiste en una posada a un extraño suceso: una caravana de mongoles llega inmediatamente después que ella, camino de Lhasa, para rogar al dalai lama que les indique el medio de descubrir la reencarnación del Tulku, jefe de su monasterio muerto hace más de veinte años. Poco antes, un joven se había detenido frente a la posada y esperaba. Hace tiempo, a los catorce años, había escapado de casa obsesionado con la idea de que "no estaba donde hubiera debido estar" y desde entonces marchaba en busca de los paisajes que le obsesionaban y que no se asemejaban a los de su tierra. Al acercarse al viejo lama que dirigía la expedición, el jóven reconoció en él a un adolescente que había sido discípulo suyo (...) Sometido a las pruebas rituales quedó claro que se trataba del Tulku buscado...

- Natalie de Saint Phalle      Hoteles literarios 

   (fotografía Archivo Alexandra David Neel )

martes, 15 de febrero de 2011

Hotel Petrovskaia


     "[ Nikita Lvov]  Joven ingeniero, movilizado como oficial durante la guerra, (...)  se encontraba en enero de 1918 en Moscú en compañía de un amigo, el comandante Lebedev.  Ambos querían continuar la lucha y disponían de una dirección:  la del Hotel Petrovskaia, donde la organización secreta del Ejército disponía de un "contacto".

     En el hotel les propusieron varias posibilidades, a su elección : refugiarse entre los ingleses, que ocupaban el puerto de Arkangel, en el mar Ártico; unirse al Ejército de Voluntarios, en el Don, o incorporarse a Semenov, en Siberia".


- Marina Grey       Los ejércitos blancos

La costa de Levante


Camino de Alicante, cruzamos La Roda. Esa disposición de los pueblos manchegos, grandes, surgidos en medio del llano. Todo el viaje voy recordando los relatos de mi padre, que conoció tan bien la región. Tan distantes ahora, quizá, frente a lo que vamos viendo.

En La Roda comienza un tipo de casas, de pueblos grandes y horrendos, que nos lleva hasta el Mediterráneo. Quién lo iba a decir: el recuerdo de la costa no está aquí en una luz o un acento. Sino en esa suerte de paisaje de calles rectas, de almacenes vacíos, de edificios cuadrados y grises, de solares grises también, que alcanza hasta el mar.

Llegamos por una calle recta desde la carretera hasta el centro del pueblo. Ha debido de tener tiempos mejores y la afueras están llenas de almacenes agrícolas y de naves comerciales. Algunos están cerrados. Es domingo: una cierta tranquilidad en la plaza, en la calle. Dos o tres fachadas burguesas, de ese modernismo provinciano, de casino rural y letras de cambio sobre la cosecha. En la época del Servicio Nacional del Trigo, estos pueblos eran ricos. Cuando los primeros regadíos, también.

Yo recuerdo la descripción, atroz, que hiciera mi padre sobre la posguerra, en donde, nos decía, a los perdedores se les arrojaba a los pozos de cal. Lo que él no contaba, y eso que lo había sabido antes, era que en la guerra los pozos habían servido para arrojar a los nacionales y que la provincia en general, Albacete, había sido el triste escenario de actuación de los milicianos republicanos. Y de André Marty, jefe de las Brigadas, quien consiguió el heroico sobrenombre de "el carnicero de Albacete".

Lo sabía. Pero la interminable posguerra le había hecho ir afirmándose en unos recuerdos, para postergar los otros. Lo que sí recordaba bien - él, nada aficionado al drama - era el hambre. El hambre y la miseria de aquellos años.

- ¿Y por qué te viniste a Villarrobledo, estando como estabas en Madrid?
- En Villarrobledo había pan por lo menos. Blanco. Y aceite, y queso, y cordero...

 Y un triste sueldo de maestro, debió de añadir. Bueno, eso también lo había en Madrid. Y en La Mancha estaba más cerca de su madre y sus hermanas, aunque esto no lo explicara.

En el centro de La Roda, un palacio del XVI hace las veces de restaurante ahora. Entramos en él. La portada, con una balconada renacentista y adornos tardíos del rococó, es excelente. En ella figuran, en piedra, las armas de la casa, el condado de Villaleal. La última condesa, reza una leyenda en el patio, lo donó al pueblo. Sobre la fachada, la cúpula de la capilla del palacio, adornada por el tejado blanco y azul del Mediterráneo, recuerdo, éste también, de un mar ya cercano.

En el palacio, tan amplio por fuera, tan solemne, el comedor ocupa, por el contrario, un pasillo lateral, estrecho y oscuro, al lado de una cocina también en sombra. Misterios de la restauración. En la pared, cuadros de escenas alpinas, - aquí, en los campos de trigo -, ciervos berreando a las cumbres, un lago bajo las nieves. Sobre la caja, una fotografía de los dueños con el Conde de Barcelona. En un extremo, una Última Cena en bajorrelieve, representada en un azulejo de colores. Recuerdo de una devoción secular, pienso que, sin saberlo quizá, poseen la marca de los Últimos Acontecimientos, los de la Redención, y después sólo resta la desolación.

Quizá sí lo saben.

Hacia Albacete, después, de nuevo las naves industriales, los almacenes de cooperativas agrícolas, las estaciones de servicio abandonadas en la llanura. Al pasar por la ciudad recuerdo las historias, entusiastas, que me contara J., quien todos los años acudía a la feria, en el Altozano, e intimaba con los toreros, los tratantes de caballos, los flamencos y las mozas de partido. Y afirmaba que aquella ciudad era única y su feria, probablemente, la mejor de España.

Pero hay algo inane, inútil, en traer a colación aquellas historias de juventud, más que de vino y rosas, de vino y ajos, ahora, frente a la ciudad de bloques blancos, de infinitas vías de tren que atravesamos. En su lugar, recuerdo la descripción que hacía mi padre de la posguerra en Albacete, el cual decía, literalmente, que nunca había ocurrido nada.


sábado, 5 de febrero de 2011

La calle de los Almogawarines, Lisboa.


Cuenta Al- Idrisi :

" y está Lisbona sobre la orilla del mar Océano, y sobre la del río de la parte meridional (...) hay un Hisn-Almaden, así llamado porque a la orilla del mar arroja el fluxo mucho oro de Tibar en este sitio; y de Medina Lisbona fue la salida de los Almogawarines en naves al mar Océano para conocer lo que en él hubiese; y por eso en Medina Lisbona en el sitio cercano de Alhama-Darab llaman por ellos la calle de los Almogawarines hasta los últimos tiempos.

Acaeció pues, que se juntaron ocho varones todos primos hermanos, y aderezaron una nave de carga, previnieron en ella bastantes alimentos para muchos meses, se dieron al mar a los primeros soplos del viento oriental, y como hubiesen navegado casi once dias con felicidad, llegaron a cierto parage de mar, cuyas aguas gruesas daban un mal olor, muchas corrientes y obscuridad: ellos temieron un proximo desman y volvieron sus velas a otra mano (...)

surcando el mar a la banda meridional doce días salieron a Gezirat-Alganem, por los ganados sin cuento que vagaban en rebaños a todas partes sin pastor ni persona que los cuidase.

Luego que estuvieron junto a la isla, saltaron en ella, (...) cogieron algunas reses y las aderezaron; pero sus carnes amargaban, y ninguno pudo comerlas. Guardaron de sus pieles, y continuaron a la parte meridional doce días, y no lejos descubrieron una isla, y vieron en ella habitaciones y campos labrados (...) los cercó por todas partes gente armada de dardos, que los prendió y llevó en sus barcos a una ciudad que estaba sobre la costa del mar: salieron y vieron en ella hombres roxos de pocos pero largos cabellos,de alta estatura, y sus mugeres hermosas a maravilla.

(...) les vendaron los ojos y los embarcaron y después de tres días y tres noches de navegación apacible (...) nos desembarcaron en una playa (...) llegaron delante de nosotros ciertos hombres, que viendonos en tan miserable estado, nos desataron de nuestras ligaduras y nos preguntaron y hablaron en nuestro lenguage, y eran bárbaros; y dixonos uno de ellos: ¿sabeis quanto distais de vuestra region? y respondimos, no; y nos dixo:  pues entre vosotros y  vuestra region hay el espacio de dos meses. "


- De la traducción de Don Josef Antonio Conde de la  Descripción de España,  de Xarif Aledris, conocido por el Nubiense.

Notas sobre la Ballena Blanca

  La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - "Llamadme Samuel"- s...

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