martes, 12 de julio de 2011

Los mapas



Un sofisticado mapa cubría el país del Huerto. Los mayores lo percibían, débilmente. Los pequeños atravesábamos por sus fronteras, los bancales y la casa, el jardín y los desvanes, albercas y buhardillas de atrás, perfectos conocedores de su trazo - que guardábamos para provecho propio.

En primer lugar estaba la casa, fuera del mapa, puerto de salida y llegada, pero que no entraba en el periplo. Perfectamente visible y ordenada, es además el territorio de los mayores. No hay regiones secretas en ella.

Debajo de la casa está el porche. Allí se hacía la vida social: la del pueblo, la de la familia.

Al porche, amplio, bajo los arcos de piedra, lo circunda un espeso entramado de cañizo, un jazminero aromático que aisla del calor y el polvo del jardín - y que permite deambular por él sin ser vistos, principalmente.

Al porche se entra desde la calle, directamente. La puerta siempre está abierta. Y todo el día está entrando y saliendo gente por ella. Hace un ruido peculiar. La enorme puerta de madera pesa como un mal arreglo, chirría siempre al moverse y anuncia que alguien entra o sale de la casa, aunque no haga uso del llamador de hierro - sólo los extraños lo hacen.

Entran los del pueblo. Entra una señora que vende almendras. Entra el mediero, que trae un aceite oscuro y feroz, y que habla en un valenciano sin vocales que ninguno entendemos. Entra todas las mañanas Isabel, la madre de Juanita, que tiene un puesto de pescado en la plaza y se toma un vaso de agua en el banco de la entrada. Entran sus sobrinos, a quienes siempre queremos enredar para que nos lleven en la barca y yo no recuerdo haberlo conseguido jamás. Entra Tona, su sobrina, a quien sí convencemos para jugar a los médicos. Entran los parientes que vienen a ver a la abuela. Entran unos franciscanos, diminutos y sonrientes, a los que siempre da algo tía Concha. Entra el párroco, Don Luís, pero nunca toma nada y se marcha corriendo. Entra el tío Pedro, que toma café y anuncia a la abuela que este año se han cogido en el alfaz unas naranjas enormes. Mi madre, ingenua, piensa que ha traído alguna de regalo, pero él se apresura a añadir: "...Y se venden en el mercado de aquí". Entra tío Miguel, que adora a la abuela y se pasa la tarde hablando de la revuelta trotsquista y de vinos franceses. El otro tío Pedro siempre diserta sobre genealogías nobles  locales y ninguno entendemos nada. Paco Lozano, el pintor, se sienta a hablar con mi padre y luego me lleva en coche por la costa. Genaro Lahuerta luce una pajarita de colores de la que no podemos apartar la mirada. Una amiga de Altea, displicente y simpática, habla de orquestas y conciertos y según dicen las primas, venía en tiempos a conquistar a mi padre. Entra el tío Vicente, médico, comunista y bondadoso a carta cabal. Entra su hermana Vicenta, que siempre viene de misa. Entra tío Maxi, que habla de la guerra mundial. Angelita, que lleva un rosario y viene de la parroquia. Las alumnas de francés de la tía Pilar, a las que no podemos dejar de mirar, hasta que la tía se enfada y nos manda a jugar a otra parte.  El tío Pedro viene preguntando por su mujer, no sé si se aclara y se queda siempre a merendar. María Bayona viene a pelearse con el tío Manolo - solteros militantes los dos. Luego, juegan a las cartas. La tía Vicenta siempre nos da dinero. El tío Jacinto, nunca. Habla con mi padre de París y del exilio chileno. Nadie ha sabido por qué se exilió él. La tía Lidia sonríe y habla de Centroeuropa. Su familia es rusa, alemana, letona, de varios lugares más. Entra el primo Maxi, que se queda todo el día en el Huerto. Viene un primo suyo encorbatado, al que conseguimos que jure que no va a regresar nunca más. Entra la tía Mari, que habla francés, huele a perfume, conversa sobre pintura abstracta y lleva un caniche. Las primas Bayona, los Boluda, los Núñez Lagos, los Ibáñez...



El Huerto tiene un paseo principal, al que siempre se va a dar con la bici. En el paseo se instalan los columpios, la mesa de ping-pong, una tienda de campaña que pronto se llena de arañas letales. Cuando hay merienda oficial allí se ponen las mesas con refrescos y el dulce de limón, pero eso ocurre pocas veces. Los mayores prefieren la comodidad del porche, del comedor de la casa.

Mucho más interesantes son los bancales, los caminos de atrás. A ellos, raramente acuden los mayores. Al bancal del fondo, en donde se halla la antigua alberca, no van jamás.

El primero se puede considerar todavía paisaje urbano, porque se ve desde la casa. Está muy cuidado y tiene jazmines, y granados, y arriates de geranios, siempre en flor. Hay cipreses nuevos y antiguas palmeras. Clavelinas y glicinias. Vincas y begonias. Y buganvillas sobre los muros, que nunca se secan... Luego, los bancales se van descuidando según la distancia a la casa. Hasta el último, lleno de cañas hirsutas, limoneros sin podar y hierbas secas. Los caracoles las cubren, en la estación.

Al final del huerto, en línea recta con las dependencias, detrás de la almazara y el desván, las tías alquilan unos apartamentos que dan al último bancal. Los inquilinos, extranjeros normalmente, acceden por la casa del fondo, la que da a la calle de la Palma, donde viven Juanita y sus padres, y nunca les vemos entrar o salir. En cambio, sí les vemos cuando cuelgan la ropa o se sientan en el caluroso patio frente a los apartamentos.

Este es un momento de esperado regocijo para nosotros. Especialmente cuando es una guía de turismo rubia la que sale a tender, porque habitualmente lo hace en paños menores. Nosotros vigilamos, a veces toda la tarde, conteniendo los ruidos, sobre una higuera que da a la explanada. Luego, descubrimos con cierta decepción, que no era necesario tanto sigilo, porque cuando la guía nos descubre nos saluda alegremente. Alguien opina que el escondite no era perfecto, con lo que al día siguiente nos ocultamos entre unas cañas espesas, en el bancal de enfrente, acribillados por inmensos arácnidos y moscas criminales.  Cuando sale nuestra inquilina nos vuelve a saludar.

Luego, están los espías. Quiero decir, los que Ricardo se empeña en que son espías. Uno, calvo y bronceado, no habla nunca y permanece todo el día encerrado en el bungalow. Cuando se sienta en el banco del patio, por la tarde, se dedica a tomar notas en un cuaderno que siempre lleva con él. Mi hermano dice que son mensajes cifrados y probablemente sea cierto. A éste apenas le espiamos porque se irrita cuando nos descubre en los árboles y Ricardo dice que puede ser peligroso. Hay otro espía pelirrojo, mayor y silencioso, que únicamente sale por las noches. Regresa de madrugada, hablando a solas y caminando en círculos. A veces le acompaña, sujetándolo por el brazo, el dueño de un pub cercano. Más que espía, nos cuenta la tía Concha, es un antiguo oficial del Imperio en la India, que se ha quedado viudo y ha decidido terminar con las provisiones de ginebra en cualquier lugar ajeno a la Commonwealth. Casi lo había conseguido, cuando unos desalmados parientes vinieron a devolverlo a su nebuloso país.

También hay dos holandesas taciturnas y un francés muy moreno y simpático, que juega al ping-pong con nosotros y nos habla de legendarios negocios en Argelia, de una gran finca en Larache y de hijos en el Atlas, y que se marchó una mañana sin avisar, dejando a deber todos los meses anteriores.

En los apartamentos estuvo, durante años, la señora Kalman, exiliada húngara venida por no se sabe qué misterioso derrotero a parar allí. De ella, vieja, bondadosa y charlatana - aunque hablaba un español ininteligible - nos hicimos muy amigos y escuchábamos sus interminables historias familiares sin pestañear. Nos invitaba a limonada y a tarta de cebolla, además. Cuando murió, un invierno, sentimos su desaparición y fuimos a visitar a su hijo, un músico que había sido célebre en Viena y que tocaba en el piano en un tugurio del pueblo por la noche.

Luego, años después, Ricardo fue descubriendo la desdichada y compleja historia de la familia, judíos húngaros, pianistas y compositores de éxito en su momento, que tuvieron que huir de su país como pudieron a la llegada del nazismo. Pero ésta es otra historia. Aunque pertenezca, quizá, a la geografía del bancal de atrás.

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