lunes, 11 de julio de 2011

De la costa de Levante. III



Qué raro trazar mapas que ya sólo tienen cabida en la memoria.

De la calle Tomás Ortuño, en la esquina del antiguo Ayuntamiento, caminamos por la vieja carretera hacia la salida a Altea, en dirección a Valencia. De allí, habrá que torcer a la izquierda para subir por la rambla, el antiguo Barranco de l´Aigüera y, en la ladera de poniente, acceder a la terraza , al restaurante donde nos han invitado a cenar.

Éste es el camino del antiguo alfaz de la tía Vicenta, comentamos desde el principio, y el itinerario que seguimos reproduce casi exactamente la ruta que tomábamos, entonces, para llegar al alfaz. De hecho, calculamos que éste se encuentra debajo, o algo así, del restaurante, o de un supermercado que se abre en la esquina.

R. reproduce el recorrido. Al salir del Huerto, en la calle Tomás Ortuño, se pasaba primero por la terraza del bar El Jardín, recinto mágico por las máquinas tragaperras de la entrada y los helados del interior. Más allá, apostados en la acera, los carteles de las películas de la semana. Después, ya casi en la esquina, la fachada del antiguo cine Avenida.

El cine tenía unos raros, e irrepetibles, muros de color naranja de diminutos azulejos que invitaban a pasar los dedos por ellos. Nunca conseguíamos robar el más mínimo tizne del color aquél, por más que lo intentamos. Pero la sensación de suavidad del muro psicodélico era tentadora y nadie podía evitar raspar la pared al pasar. El Avenida, refugio de invierno, debía de repetir todas las temporadas la película "Murieron con las botas puestas", porque yo la recuerdo un año tras otro. Más allá, el antiguo huerto de los Zaragoza, gemelo del de los bisabuelos.

Debajo, se abría la antigua carretera. Cruzaba por el medio del pueblo, dividiendo el casco antiguo - el Castillo y la Alameda - de los barrios de afuera, el Campo o el Calvario, por ejemplo, donde los mayores  habían levantado las casas y los huertos.

Por la carretera pasa el autobús de línea, el de La Unión de Benisa. Lleva a Alicante, a Denia en la otra dirección. La calle era muy estrecha, por supuesto, y a veces los camiones no podían avanzar cuando se encontraban de frente. A mí todavía me intriga la imagen de dos camionetas de entonces inmóviles frente a la farmacia, sin poder avanzar ni retroceder en ninguna dirección, porque cada vez que lo intentaban chirriaban los muros y saltaban esquirlas de los balcones de las casas. No sé cómo salieron.

Carretera adelante se pasaba por delante de Helados Sirvent - otro abismo -, la farmacia de Jaume, donde la tertulia, la barbería de Toni -  principal mentidero de los benidormenses -, se dejaba la elegante Alameda a un lado y se llegaba a los límites del pueblo, propiamente dicho. Esto de los límites de las calles era un gran invento, porque cada vez que había que cruzarlos no podían ocurrir sino gratos incidentes.

Así, unas escaleras que bajaban del puente de l´Aigüera y no llevaban a ninguna parte. Faltaban los escalones además y descender al vacío, como es habitual, no dejaba de tener su riesgo. Unas charcas de agua estancada en la rambla, tentadoras. O un camino entre piedras que se dirigía oscuramente hacia la sierra y que nunca llegamos a recorrer.

Al final del pueblo estaban también los chaléts. Allí estaba, por ejemplo, el chalet de Doña Conchita, adonde en principio había que acudir muy arreglados y muy de blanco. Pero del que inevitablemente salíamos empapados y sin ningún rastro de virtud - amén de algún día en el que dejamos atado en la higuera al nieto de Doña Conchita. Era gordo e ideal para el tamaño del árbol. Otra vez le invitamos a que se bañara con la corbata puesta y el pantalón blanco y finalmente lo conseguimos, con gran alborozo por nuestra parte. Nunca entendimos por qué seguían invitándonos. Más allá estaba el chalet de los Ferrándiz, con un jardín inmenso y oscuro, poblado de enormes pinos, en donde era un privilegio esconderse por la noche. O el de los Núñez Lagos, ya en la playa, adonde se podía salir de recoger la merienda en la casa para bajar al mar de nuevo, para volver a subir después y merendar otra vez. Tenía una parte trasera con muchas posibilidades para esconderse también, lo cual debía de ser por lo que veo ahora condición indispensable de todo atractivo.

Por lo demás alrededor de la carretera se abrían los grandes cines de verano: el Ronda y el Manila, escenario casi único de las noches en el pueblo. En este último, y cercano al recorrido que repetimos esta tarde, se encontraba también el chalet de las Morata, una de cuyas más raras virtudes era la de que la valla daba al cine. Con lo que podíamos ver todas las sesiones nocturnas desde la pared de la alberca, con bocadillos incluidos, y tirar cáscaras de pipas a los que estaban dentro. Alguien protestó alguna vez, creo recordar.

La carretera, los barrancos marcaban el territorio del pueblo, el de las afueras.

Hacia la sierra se encuentran los alfaces. Muchas familias de Benidorm tenían uno en aquella zona, entre el pueblo y la playa del Albir. Los más cercanos al caserío, a la costa, tienen algo de señorial aún, residencia de verano de las familias de la zona, cuyos patriarcas en bastantes ocasiones son marinos, capitanes de barco la mayoría, y se complacen en en estas grandes casas de campo, frescas y tranquilas y apartadas del casco urbano. (Luego, por lo que nos contaban las tías, los marinos apenas pisaban en ellas. Apenas estaban en el pueblo, entre interminables viajes a Norteamérica, Cuba  o Filipinas. Y cuando regresaban para jubilarse, se quedaban en la casa del Calvario o la Alameda, cerca de la cual estaba la barbería, la tertulia, los parientes y el café de Ronda).

Las mujeres y los niños sí van a los alfaces. Pasan algún tiempo allí, en esas casas grandes, de muros rectos color de tierra, con grandes porches sobre la fachada. Algún cenador de hierro sombrea aún más la entrada. Bajo el piso noble - al cual normalmente se accede por una escalera exterior - se abre siempre una oscura bodega, la almazara en muchos casos. Cercana a la entrada del campo se encuentra la prensa de las aceitunas. En otras, los molinos para la almendra. Siempre hay sacos en las paredes. Cuando las familias regresan al pueblo lo hacen cargadas de aceite, de almendras, de limones y naranjas.

Para llegar a ellos había que cruzar ya por bancales, caminos de tierra, acequias de piedra. En los bancales canta invariablemente la cigarra. Los matojos secos - y todo está seco en esta época del año - se cubren de blanco.  Es el polvo siempre, los caracoles a veces - que en un bar del pueblo compran para hacer arroz. Hay espartales secos, abandonados hace años. Todo es polvo y calor. Entre la monotonía, a veces, hay altos cañaverales.

Son caminos llenos de señales, de barrancos de piedra. Es imposible cruzarlos en línea recta. Están cargados de desvíos. Detrás de algún sendero en sombra, hay albercas vacías, tenadas oscuras bajo las higueras. Un frontón abandonado, una capilla en ruinas... Aquí nadie te reprocha que no llegues limpio. O que  llegues tarde, con bolsas de caracoles y limones expropiados.

El alfaz más cercano es el de la tía Vicenta - adonde nos dirigimos ahora. Debajo, también, la antigua huerta de los abuelos. No podemos reproducir muy bien el camino. Sé que entonces era un paseo de toda una tarde. Debe de caer hacia la nueva carretera de la autovía, debajo de unas oficinas de inmobiliarias, ahora cerradas. Parecía mucho más lejos, entonces, y seguramente lo estaba. Recuerdo sobre todo una noria  al lado de la casa, una rueda que da vueltas incansablemente y vierte los cangilones. También el habla indescifrable del Picorro, el aparcero de la huerta. A veces nos regala almendras. Siempre hay agua fresca en la casa.

Nombramos alguno de los alfaces más cercanos, los más remotos después: el alfaz de la tía María, el del tío Miguel, el de los Vaello, el de Cosme, el del senyoret...

Hacia la montaña también hay casas de campo, fincas de olivos y algarrobos. Pero cuando hemos ido a alguna de ellas hemos sentido, oscuramente, que aquel era un escenario mucho más remoto y los alfaces ya son fincas rurales, sin voces, con cabras alrededor y sacos de almendra en la entrada. Ninguno tenía pista de tenís, como el del tío Pedro, pérgola ni piscina, como el de las León o el de la tía Dolores.

Ahora torcemos ya hacia la cuesta, sobre el antiguo barranco. Son todo bloques de apartamentos, iguales. El pueblo llega casi hasta Sierra Helada, hasta la cala de Finestrat en la otra dirección. Varias carreteras, la autopista, marcan ahora el territorio, indiferente, crean los amplios espacios vacíos entre ellas. En una isleta, bajo un puente, duerme el antiguo alfaz de la tía Dolores, ahora en ruinas.

Hemos recreado el mapa, el antiguo recorrido. Es indescifrable y carece de cualquier referencia ahora, entre la autovía y las calles interminables. Su único escenario ya es la memoria.

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