domingo, 20 de febrero de 2011

De genios y olvidos. I




Apoteosis de los nombres raros. En la barra del bistrot donde paramos habitualmente, J. habla con Sophie, la encargada de la bodega.

Hablan de la canción francesa. Llevan varias semanas hablando de la canción francesa y curiosamente es J. quien le aporta información a Sophie. Se intercambian discos, fotos, recuerdos, nombres. Pero esta vez J. se ha excedido. Tiene a la perpleja Sophie buscando desde hace días, infructuosamente, al cantante que le ha asegurado es la reencarnación viva del espíritu de la música. Un tal Leny Escudero, al que Sophie no conoce, ni desde Francia le han podido dar noticia.

- ¿Y quién es Leny Escudero? - le preguntamos.
- El mejor - sonríe.

Y pasa a hablar de Serge Gainsborough y de Jane Birkin. Agradable conversación. Pero J. siempre se empeña en ir más allá.

J. nunca ha estado en París, que sepamos. Su periplo francés tiene más bien que ver con la playa del Palo o Pedregalejo. O con una novia de Toulouse que frecuentaba los cafés de la calle Segovia. Si hubiera sido A...

A. come ese día con nosotros. Acaba de venir de un viaje al D.F., donde está investigando algo. Vivió varios años en La Cité Universitaire, cerca de La Sorbona. A su destartalado apartamento acudía todo tipo de becarios del Centre de Hautes Etudes: senegaleses, argentinos, españoles, mejicanos... En algún tugurio, muchas noches, terminaban escuchando a Jean Ferrat, a Leo Ferré, a Reggiani.

- El lugar más raro donde he escuchado a Jacques Brel - cuenta ahora A. - fue en una grabación, una noche, en La Martinica. Habíamos ido con una beca de la cátedra de Vincennes, a fotografiar no sé qué. Llevábamos toda la tarde en una taberna, bebiendo ron. El ambiente se había cargado, y empezaron a entrar unos amigos del dueño, un mulato que llevaba la barra. Los morenos ya no bebían, miraban solamente y comenzaron a rodear las mesas. El inglés que estaba conmigo empezaba a retarles, harto de copas ya. Entonces, no sé lo qué pasó, comenzó a sonar una canción de Jacques Brel y de pronto me vi fuera, sentado en la terraza, hablando de París con un periodista viejo que andaba por allí.
- ¿Y el inglés?
- No lo recuerdo. El chiringuito desapareció, más tarde. No sé si el inglés desapareció a tiempo también. Sólo me acuerdo de Jacques Brel y de que nos pusimos a hablar de un bistrot de París, frente al Parque de Luxemburgo, que el periodista frecuentaba. Brel era irrepetible...
- Sí, pero no vale, porque Brel era belga. - objeta J.
- Belga o merovingio. O sea, francés.
- Vale, J. Y Aznavour era armenio, Moustaki griego y Reggiani de Calabria. - opongo.
- Sí. Pero no belgas. Además eran anarquistas. O sea, internacionales.
- Ya. Del país sin patria, ni Dios, ni amo.
- Del país de los bares y las cuevas.
- Sí. De ese.

No se puede acallar ahora el pasado. Europa es de pronto una canción francesa que suena en una calle. Jacques Brel era irrepetible, pero también la Hardy, como apunta J. A mí me gustaba Leo Ferré. Algunas cosas se reiteran. Otras no. El invierno pasado releímos unos relatos clásicos de Julio Cortázar, que aguantaban perfectamente. La mayoría, cómo no, se situaban en París. Otros, en la frontera belga. No sé cómo será releer "Rayuela", ya puestos. P. lo hizo, hace poco. Pero todos sabemos que P. se quedó perplejo mirando a la Maga por los puentes del Sena hace años, y aún no ha sabido volver. Ha escrito una novela que J. ha leído este invierno y, sin nombrarla, la Maga aparece todavía en todas las páginas. El verano pasado yo intenté regalar "Prosa del observatorio", el relato breve de Cortázar que me fascinara, adolescente aún, a B., hablando de arquitecturas efímeras. Se me ocurrió hojearlo antes de dárselo e inmediatamente me lo guardé en el bolsillo. Ya no había nada allí. Aunque P. no lo sepa.

A. nos hace una lista. Reggiani cantó a Boris Vian - él también, con Mercedes , su amiga galerista, borracha, en una noche tormentosa en Ávila. Aún se acuerdan en aquel bar de carretera. Yves Montand canta a Prévert. Ferrat a Paul Eluard. Después lo hace con Aragon.

- Valiente actuación la de Aragon, cuando el caso Gide.- objeto yo, que estoy releyendo el "Viaje a la URSS" del último.
- Me da igual. El disco era muy bueno. Y los poemas de la Resistencia, de una retórica emocionante aún.
- Aunque ya sepamos que eran mentira.
- Aunque entonces ya lo sabíamos.

J. está ya imposible. Vuelve a citar al misterioso Escudero. Cantó al Ejercito del Ebro, según cuenta. Nadie puede objetarlo. Cita nombres, letras de Jacques Prèvert, las versiones de Victor Hugo que cantó Brassens.

Interviene Phillipe, el dueño del bistrot.

- Me parece que Escudero era hijo de unos exiliados españoles.
- Tal vez.
- Pues el mejor era él - reitera J.

Qué manía. Antes nos había recordado la evocación de Alfredo Di Stefano sobre la histórica delantera del Peñarol.

- Don Alfredo siempre decía que el mejor de todos, che, era Moreno. El Gordo Moreno.
- Y quién era el gordo Moreno...

Pero ya no hay nada qué hacer. El día anterior, hablando sobre la magnífica escuela de boxeadores que había dejado el gran Kid Tunero, sobre otros grandes nombres de la época, apenas mencionó de pasada a Ray Sugar Robinson o al inolvidable Mantequilla Nápoles - y éste, porque citamos el clásico relato de Cortázar sobre "La última noche de Mantequilla Nápoles". No. En su lugar recordaba otra frase, remota, del cubano.

- El mejor que había visto Tunero, decía siempre, era el doctor Luis de Santiago.
- Y ése quién es.

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