jueves, 18 de abril de 2024

Notas sobre la Ballena Blanca


 

La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - "Llamadme Samuel"- se encuentra en los confines de la ciudad de New Bedford, cercana al muelle. Es una zona solitaria.

"Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro, aquí y allá una vela, como un cirio moviéndose en torno a una tumba. A esa hora de la noche, del último día de la semana, ese barrio de la ciudad estaba desierto". El mar, oscuro e invisible desde el portal, se adivina más allá de la sucia sala. Del puerto cercano han llegado los hombres que, ateridos por la ausencia de alguna estufa encendida, aguardan la cena. Al mar regresarán al cabo de unos días. Algunos embarcan en los muelles de New Bedford. Otros, esperan al transbordador que les llevará a la isla de Nantucket, el tradicional enclave ballenero.

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Nantucket es otro extremo del mundo. Nada crece en esta isla, cuyo nombre original, en alguna lengua nativa, es nantocke: la tierra del más allá. Oscuras premoniciones acechan la llegada de los viajeros a ella: unas sombras entre la niebla que se dirigen al Pequod, el barco del invisible capitán Ahab, y que no vuelven a ser vistas hasta muy tarde, ya en alta mar. Un orate, al que llaman el profeta Elías, cargado de confusas advertencias, les amonesta y les acompaña a la salida del malecón, hasta que de nuevo regresa a su lugar en los muelles. Una capilla sombría de camino a la isla: "Un centenar de rostros negros se volvieron desde sus filas y me miraron; más allá, un ángel de la Condenación negro daba golpes sobre un libro en un púlpito". En la Capilla de los Marineros el sermón, escuchado en silencio por los asistentes, habla únicamente sobre el destino de Jonás. Jonás, que trata de esquivar su suerte y es abandonado en el mar, y en el pecado. El atrio de la iglesia, ante el que Samuel se detiene largo rato, está adornado con las lápidas de antiguos marineros. Entre ellos los del perdido ballenero Globe.

"El ballenero Globe, a bordo del cual ocurrieron los horribles hechos que vamos a narrar, pertenecía a las islas de Nantucket" relataba una narración del trágico motín en 1828 - en la cual, se comenta, se inspiró en parte Herman Melville para su trabajosa novela. Otros hablan del naufragio de la Essex, hundida por una ballena frente a las costas de Chile, y cuya relación fue publicada muchos años después  por un oficial superviviente.

Nantucket, aislada frente al mar. El océano es lo abierto, intuimos. En él, lejos de todo refugio, tienen cumplimiento todas las advertencias, todos los augurios finalmente. Es el mal, advertimos en algún lugar de la novela.


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Tabernas oscuras, perdidas frente al océano. Sobre su breve refugio flota la oscuridad, afuera.

Cuando los arponeros en busca de un barco arriben a Nantucket buscarán a su vez el Hostal del Puchero al cual les ha encaminado el austero Peter Coffin. Está detrás de unos almacenes, les indican, pero en la penumbra de la tarde no pueden encontrarlo. Cuando surja tras una esquina, por fin, verán que está adornado con unos emblemas con su nombre:

"Dos enormes pucheros de madera pintados en negro y colgados de unos aros como orejas de burro se balanceaban de dos crucetas de un viejo mastelero de gavia, plantado frente una vieja puerta". Una sensación ominosa les acompaña hasta la entrada.

(Cómo no recordar un momento, evocada muchos años después, la remota taberna de las Azores que Antonio Tabucchi describe en su melancólica Dama de Puerto Pim. También el breve refugio frente a un mar que se extiende sin límites. También la isla perdida en medio de ninguna parte. Los viajeros, escribe, dejan cartas en la trastienda que a veces tardan varios años en ser recogidas. 

En otro lugar, en un torpe diccionario, se hablaba de los "Montes de fuego, viento y soledad, en palabras de uno de los primeros viajeros portugueses". La entrada "Azores" incluía también el epígrafe de: "Uno de los últimos lugares del mundo donde se ha practicado la caza de la ballena de forma artesanal").


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Por los muelles de Nantucket circula una abigarrada multitud. Los balleneros portan oscuros tatuajes, se adornan con collares de hueso, frazadas de exóticas islas, intentan vender cabezas reducidas, o portan un pendiente con una rara pluma que permite adivinar que han escapado de los bosques del interior para cazar en la isla. De Queequeg, el silencioso arponero encontrado en la posada de New Bedford, se nos dice que proviene de "Kokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur". La isla, advierte Melville, no figura en ningún mapa. 

Otras figuras importantes en la novela serán Tashtego, el indígena americano; el africano Dagoo; el loco Pipp; los árabes fantasmas de la bodega... Y sobre todo, la enigmática figura de Fedallah, el parsi, los adoradores del fuego -y del diablo según la tripulación- que será el guardián, finalmente, de todos los presagios, de todos los avisos que pesan sobre la nave. Su figura misteriosa es también la dueña de una extraña adivinación. 

En el salvajismo de los llegados de otra parte, en su procedencia remota, se adivina de pronto una oscura sabiduría. De las marcas del arponero Queequeg: "Estos tatuajes salvajes habían sido obra de un profeta vidente ya difunto de su isla, quien, mediante estas marcas jeroglíficas, había escrito en su cuerpo una teoría completa de los cielos y la tierra".

Todo en la novela apunta a la lectura de un texto otro: unas marcas, unos signos, una extraña sentencia. Que no siempre se aciertan a desvelar.

La ballena blanca es un presagio asimismo. Una sentencia, también.

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De todos los signos, no sabemos cuál habría sido el definitivo, el que nombraba el sentido trágico de toda la historia posterior. Toda la narración estaba cargada de presagios - como si toda ella estuviera encaminada al cumplimiento de una sentencia que no alcanzamos a desentrañar muy bien. 

Habían aparecido, aún inadvertidos, en la sombría predicación de la iglesia de New Bedford. El predicador, advertía Melville, "versaba sobre la negrura de las tinieblas, y de las lágrimas, y de los gemidos y del rechinar de dientes allí". Camino del muelle, donde el loco Elías intenta hablarles del capitán Ahab, y rechazado, aquél concluirá: "En cualquier caso, está todo escrito y dispuesto ya".

Cerca ya del Mar del Japón - en un verano tranquilo y como ausente- el vigía, que había advertido la presencia de la ballena Blanca, cae al mar al día siguiente. Todos los esfuerzos por rescatarlo serán vanos.  

Pero sobre todo, señalada ya la presencia de la Ballena Blanca al final de la larga peregrinación, hablará una noche el misterioso parsi que permanece en guardia sobre la cubierta de proa, mientras los demás duermen. Y que advertirá al capitán: "Dos coches fúnebres en el mar; el primero no construido por manos mortales, y la madera visible del segundo ha de proceder de América". Y antes de regresar a su taciturno silencio añadirá: "Sólo el cáñamo puede matarte".

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El polaco Joseph Conrad había hablado en algún lugar de su "El espejo del mar" del momento en que la nave perdía definitivamente la vista de la costa y ya sólo había mar a su alrededor, como el instante decisivo del viaje. Para Melville el Océano Pacífico, sin referencias, es el lugar de todas las ensoñaciones.

La dulzura, a veces. Del Pacífico afirma: "No se sabe cuál es es dulce misterio de este mar, cuyos movimientos suaves y solemnes parecen hablar de un alma oculta debajo; como esas legendarias oscilaciones del suelo efesio sobre el enterrado san Juan el Evangelista". Alejado de todas las mediaciones el océano es, en ocasiones, el lugar de todo el reposo, de un vasto silencio. Una calma teñida por una vaga neblina acompaña al Pequod en su descenso hacia el Ecuador.

Pero en este descenso el novelista habrá hablado también de "los despiadados vacíos y las inmensidades del universo". Una niebla pálida rodea en ocasiones al barco. En un conocido capítulo, Melville nombra la perfidia del color blanco. Citará al cruel oso blanco del norte; al malvado tiburón blanco de las aguas cálidas. Al albatros, - "ese fantasma blanco"- el ave agorera de los marineros atlánticos. A la perfidia que evoca el nombre del Mar Blanco. A la superstición generalizada sobre los nativos albinos; o al color del sudario. O, en una sorprendente descripción, a la ciudad costeña de Lima - en una relación que habría de repetir tiempo después en cierto modo Mario Vargas Llosa en sus novelas limeñas- siempre teñida de un velo blanco que impide toda claridad, todo consuelo.

"Pues Lima ha tomado el velo blanco; y en esa blancura de su dolor hay el mayor horror. Vieja como Pizarro, esa blancura mantiene sus ruinas nuevas para siempre".


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Bajo la dulzura del mar, en el relato de Melville, el océano es también el signo de una amenaza.

En algún lugar del Pacífico:"Mientras las tres lanchas yacían allí en ese mar suavemente ondulado, mirando hacia abajo, hacia su eterno mediodía azul; (...) ¡qué hombre de tierra adentro habría pensado que debajo de todo ese silencio y esa placidez, el sumo monstruo de los mares estaba retorciéndose y luchando en su agonía!".


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Si el mar es el lugar sin mediaciones, también es el lugar donde toda sentencia se cumple, finalmente.

Entre las innumerables citas con las que Melville había abierto su novela recogía - al lado de noticias de prensa de la época, del mito de la serpiente marina en una leyenda cananea, o en la mitología de los sumerios- la referencia bíblica del Libro de Enoc en donde se afirma que:

"Y en ese día se separarán dos monstruos, una hembra llamada Leviatán, que morará en el abismo donde manan las aguas, y un macho llamado Behemot (...) en un desierto inmenso". También cita al dragón marino del Apocalipsis, otra de las figuras que acompañan el cumplimiento del Juicio. (Y otra, descendiendo sobre “el cielo abierto", es el jinete que monta un caballo blanco).


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domingo, 7 de abril de 2024

Del Castillo de Praga



En un determinado momento, dentro de los cuadros, relieves y grabados que el Emperador Rodolfo II está acumulando en su renovado castillo de Praga, será la propia ciudad la que aparezca como objeto de las imágenes. Así en los dibujos del flamenco Roelant Savery, que había acudido a la corte bohemia desde Amsterdam, y en los que la imagen de la capital aparecía en torno al río Moldava en un conjunto abigarrado, presidido por la inconfundible mole del castillo en lo alto. 

"En sus dibujos, aparte de algunas vistas típicas, recogió escenas de la vida diaria, varios lugares aislados de Praga, casas y sus patios, riveras y la gente común de la ciudad".  [ 1 ]

A Praga habría acudido también desde Nápoles el pintor flamenco Aegidius Sadeler. Durante su estancia en Italia sus grabados de Tivoli y los alrededores de Roma habían estado siempre acompañados de una referencia a las ruinas clásicas, a alguna escena mitológica, que situaba a estos en el melancólico escenario de una Antigüedad perdida. Junto con el también flamenco Pieter Stevens, el medallista Paulus van Vianen, el entallador Giovanni Castrucci, algún otro, los dibujos y grabados de la ciudad bohemia y la campiña en torno, suponían que después de la tradición alegórica del manierismo, y la acostumbrada emblemática, que instalaba sus imágenes en el tiempo de los arquetipos y de la historia, la obra de estos paisajistas comienza a reproducir un tiempo presente, inmediato, lejos de la intención alegórica. Y que la nueva capital de los Habsburgo podía ser el objeto de la representación. 

Si anteriormente las escenas campesinas o urbanas figuraban siempre dentro de un escenario mitológico, ahora "En Praga, por primera vez, las casas de la ciudad y los arrabales aparecían en dibujos de Savery y Paulus van Vianen como componentes identificables de la ciudad".  [  2]  Unas escenas de la campiña bohemia, una conocida representación de una cascada en los Alpes orientales, en las que seguían el modelo que había inaugurado el paisajismo flamenco y poseían el mismo carácter: escenas de la vida diaria, del paisaje de los alrededores, inmediatas, ajenas por primera vez al tiempo ejemplar de la historia.




Al mismo tiempo que su figuración nueva hay una descripción literaria de la ciudad, contemporánea, que está celebrando la monumentalidad que con el traslado de la capital desde Viena está surgiendo. El emperador Rodolfo II tras su educación española y la coronación real en Austria, había decidido asentar la corte en el castillo de Praga. Una celebración alegórica acompañaba en muchas ocasiones a estos traslados, señalando su significado ceremonial y simbólico.

"Para el carnaval de 1570, Maximiliano organizó una magnífica ceremonia en Praga en la que, aparte de la suntuosa decoración, había también un elefante vivo. (...) Una procesión de disfraces representaba los varios personajes de la mitología clásica y la historia. Perseo sujetaba a Pegaso con la cabeza de la Medusa y caballos vestidos como dragones dirigían una carroza soportando a Jason y Medea. La procesión también incluía un Teseo, un Argos y a las Furias a horcajadas sobre negros caballos". Unos magnos telones de fondo, se nos dice, habían sido diseñados por el milanés Arcimboldo. "Incluían ornamentaciones y artificios de fuego".

 Esta descripción de la capital bohemia celebraba al mismo tiempo el esplendor de una corte que, siempre con dificultades de dinero, no dudaba sin embargo en adquirir los objetos y las obras de arte más extravagantes de su entorno europeo. ("Amaba sólo lo que es extraordinario y milagroso. Lo que llegaba a su conocimiento, se obligaba a tenerlo", describía a su sobrino Rodolfo la Archiduquesa María de Styria en sus memorias). 



La descripción de la capital discurre entonces alrededor de los barrios que crecen alrededor de los meandros y los puentes del río Moldava. El emblema de la misma es el Castillo en Hradcany, sobre la colina. La catedral de san Vito, el convento de san Jorge, la torre Daliborka, la Hondonada de los Ciervos, la Ciudad Nueva, Mala Straná, donde los alemanes... Pero, al lado de la celebración de la nueva corte, los relatos sobre Praga nombran también la acumulación. Los tejados, comentan, se amontonan bajo el castillo; las casas bajas se agrupan unas encima de otras; unas calles tortuosas, callejones que en algún caso carecen de salida, los patios abigarrados... El renombrado barrio judío está formado por una amalgama de habitaciones precarias, insalubres, cuyos aleros se superponen sin ningún dibujo, aseguran. Inmediato a él, "La tradición reza que, en tiempos de Rodolfo II, los alquimistas vivían en las minúsculas casuchas de la callejuela de Oro, una liliputiana callecita onírica en la periferia del suntuoso Castillo". La sensación de lo enmarañado, de un orden innombrable en sus callejas y plazas, de una sucesión de objetos cuya utilidad desconocemos, estará presente a lo largo del tiempo en las representaciones que de la ciudad se escriban: en las descripciones literarias, en los numerosos relatos- que estarán siempre acompañados por una sombra, un matiz oscuro- cuyo escenario serán los callejones húmedos, unas viviendas precarias, los tejados al fondo; en las tristes lápidas de piedra, amontonadas en el cementerio judío; en una buhardilla sin acceso abarrotada de trastos viejos, al fondo de la cual dormita un montón de barro... La ciudad, en los relatos, aparece siempre acompañada de un cierto matiz sombrío, un anuncio de un inmediato final. (En "Un alma gótica" de Jiri Karasek, citada en la Praga mágica del siciliano Ripellino, el protagonista al llegar a una sinagoga rememorará: "Aquel canto como un gemido sobre un pasado muerto y un pueblo en la inanición: los creyentes, con la cabeza gacha, gemían tenebrosamente por la destrucción de Jerusalén"). Dentro del tono elegíaco que, según Ripellino, acompaña a la literatura sobre la ciudad, el escritor italiano recordará también la reflexión que el novelista checo Jiri Fried había elaborado ante la visión de las lápidas en el gueto:

"¿Dónde está el matemático Josef Salomo Ben Elijahu Delmedigo de Candía? ¿Dónde los rabinos Zeeb Auerbach y David Oppenheim? ¿Dónde Rabi Jehuda Löw Ben Becalel? ¿Dónde su segunda esposa? ¿Y Hendel, la esposa del Hofjude Jakub Basevi de Treuenberk, en cuya tumba se decía que había sido inhumada una reina polaca?".   [ 3 ]  La ciudad se erigía de nuevo en sus recuerdos como una enumeración póstuma. (Pero, reiteraba el libro, esta entonación se prolongaba a través del tiempo, e incluso en un momento tan tardío como a principios del siglo pasado: "Aludiendo a los últimos años del reinado de Francisco José, Werfel recuerda que la estación, la entonación política, la característica humana de esta época fueron invierno, hielo, crepúsculo y proximidad de la muerte"). 



Siglos más tarde, en su celebración no menos elegíaca "Toda la belleza del mundo", el poeta Jaroslav Seifert aún había de recordar una habitación en el Castillo, a la que se traslada antes de la Segunda Guerra Mundial, que estaba teñida con la misma sensación precaria:

"Vivíamos en el castillo de Praga (...)  entre la Torre Negra y la Callejuela Dorada. Vivíamos en una casita pequeña de un solo piso, paredaña con el palacio del burgrave (...) El edificio estaba detrás del pórtico y los empleados que que vivían en el territorio del castillo no estaban demasiado orgullosos de ello (...) Desde las ventanas veíamos la lúgubre Torre Negra, al pie de la cual había otra casita".   [ 4 ] 



Junto con la descripción habitual de la Callejuela de Oro, la sórdida calleja donde aseguran que viven los alquimistas, aquella última, la inquietante noticia de un cuarto sin acceso en la Sinagoga Vieja que aparece al final de las leyendas sobre el Golem, será de algún modo uno de los relatos más obsesivos de la ciudad. 

La noticia aparecía en alguna de las conclusiones de la leyenda, la de la torpe figura de barro a la que el rabino Loew, según una tradición de la Cabala, había animado. Sería una imagen emblemática de la ciudad antigua. En la versión de Isaac Bashevis Singer, el escritor polaco describe la buhardilla donde se ha formado al ser de barro: 

"!Qué extraño estaba el ático de la sinagoga a la débil luz de la linterna! En los rincones, enormes telarañas colgaban de las vigas. Por el suelo había tirados mantos de oración viejos y rasgados, cuernos de carnero resquebrajados, candelabros rotos, restos de candeleros, lámparas de Januká y páginas descoloridas de manuscritos copiados por escribas desconocidos u olvidados".  [ 5 ]

En una de las primeras versiones del relato se nos dice que el Golem fue devuelto al limo del río, de donde había surgido, cuando en un trágico sabbath el enorme muñeco se vuelve loco. En otra de las narraciones su figura inanimada se guarda en una escondida azotea, a la espera de su reanimación. (Un pretencioso rabino que intentó repetir la fórmula cabalística del sabio Loew, anota un narrador posterior, se apresuró a bajar despavorido las escaleras de la azotea, sin pronunciar palabra). Otra versión alude a un baúl sellado en un altillo polvoriento, que nadie abre. Otra leyenda, no menos inquietante, afirma que el autómata mudo reaparece sobre los tejados de Praga cada treinta y tres años, para ocultarse de nuevo a continuación. La ciudad, sus esquinas inaccesibles, los patios sin salida, las buhardillas sin acceso aparente, unas ventanas ciegas sobre el Callejón de Oro, se presta a esta mitología ominosa.



A la capital de los Habsburgo, repiten los relatos de la época imperial, acuden todo tipo de gentes atraídas por su leyenda enigmática - y por la tolerancia religiosa que, a despecho de la influencia de los jesuitas, aún persiste en la corte. Perseguidos alquimistas, astrólogos embaucadores, discípulos de Paracelso, lectores de la cábala, un sabio Tycho Brahe a quien su condición evangélica aconseja huir de Hamburgo ("la añeja tristeza de Tycho, este patriarca chagaliano que llega a Praga, cansado y enfermo, por invitación del emperador, (...) después de haber vagado a la deriva por Europa") [ 6 ] ; más tarde, en un verano posterior, tiene lugar el viaje del cabalista John Dee, que poseía un espejo mágico y noticias de los ángeles, y su infame discípulo Edward Kelley.

"En agosto de 1584, dos magos ingleses llegaron al Castillo: John Dee y Eduard Kelley. Procedían de Polonia. John Dee, que entendía el lenguaje de los pájaros y sabía hablar el idioma del primer hombre, Adán, se ganó el favor del hipocondríaco soberano, transmutando mercurio en oro y animando todo un teatrillo de espíritus en su cristal". 

 O también en otro momento aparece el farsante italiano Scotta "astrólogo y destilador, pero, sobre todo, pícaro y rufián". (Un recuento de su laboratorio dice que en él figuraban: "las raíces de la hierba Sidrikna, la hierba de las siete hierbas, que es el combustible de la Athenora; una cápsula llena de veneno de sapos marcados a la luz del planeta Júpiter (...) y un pequeño estuche con la piedra Anachytis para captar los rayos de la constelación de las Pléyades"). El alquimista polaco Michael Sendivogius, dueño de tintes y colorantes vegetales, sería encerrado en las prisiones del barón de Muhlenfels - deseoso de alcanzar un conocimiento que seguramente aquél no poseía. El herético Giordano Bruno antes de emprender un último viaje a las prisiones del Santo Oficio en Roma había permanecido un tiempo en Praga. En ella había dedicado su polémico libelo Articuli adversos huius tempestatis matemáticos... al Emperador. O el también polémico De lampade combinatoria Raymundi Lulli al embajador de España. "El Emperador le otorgó a Bruno trescientos taleros por su mathesis adversos mathematicos, pero no le dio ningún otro empleo o tarea. Y Bruno partió hacia Helmstädt". [ 7 ]    O por otra parte una historia de la maniera posterior al Renacimiento habla de los innumerables grabadores, miniaturistas, orfebres, pintores, escultores que acudían al amparo de la corte. También acudían, relatan las crónicas, mercenarios, landsquenetes, espadachines sin salario, malabaristas y trujimanes. 

 Angelo Maria Ripellino en su fascinada recreación de la "Praga mágica" recurrirá, una y otra vez, a la figura de la enumeración en sus páginas. [ 8  Como cuando en algún lugar del libro describa la fantástica colección de maravillas que el Emperador Rodolfo II está acumulando en las galerías del castillo:

"Moldes de lagartijas en escayola y de otras bestias en plata, caparazones de tortugas, nácar natural, nueces de coco, muñequitos de cera coloreados, finísimos espejos de cristal y acero, gafas, corales, cajas "indias" con plumas llamativas, vasijas "indias" de paja y madera, pinturas "indias", es decir, japonesas, nueces "indias" de plata forjada y chapada en oro, y otras cosas exóticas que las grandes carracas traían a velas desplegadas desde las Indias".

La enumeración se sucede a menudo en sus evocaciones. (Junto a la noción de una ciudad mágica para siempre desvanecida. Tras la derrota de las tropas checas en la Montaña Blanca, afirma Ripellino, "El Castillo de los reyes bohemios quedó vacío y mudo, como reliquia de glorias pretéritas"). También resurge esta retahíla en el tortuoso dibujo de las calles, los solares, los barrios bajo el palacio. O en la descripción de la insólita lista de objetos sin función aparente que se recogen en los mercadillos callejeros de Praga. De los handrlata, ropavejeros que pululan por toda la ciudad con un saco a cuestas, se nos dice que su abigarrada mercancía se guardaba al final en los callejones al fondo del Quinto Barrio-  el gueto judío:

"En los antros profundos de los almacenes, en cuévanos y rastrillos callejeros, se amontonaban morteros magullados, ralladores retorcidos, mazas, martillos, cinceles, instrumentos destartalados, irreconocibles piezas de máquinas, trampas (....) tenedores sin dientes, espadas sin puño, coladores rotos, escopetas sin gatillo, básculas sin agujas. También un kudlmudl  de libros viejos (....)".


Esta acumulación inquietante y sin sentido aparente se recoge aún en la imagen posterior de las escaleras, azoteas y rincones en el cine de los años 20. En principio en El estudiante de Praga, de 1913, filmada en lugares como Hradcany, el Callejón de Oro o el palacio de Lobkowitz, con sus salones esquinados con espejos amenazadores, y un claroscuro abrumador, cuyo origen desconocemos. (En alguna de las escenas finales de la película las fachadas de la ciudad se inclinaban amenazadoramente sobre los caminantes. Las sombras, se afirmaba, escondían un sentido ominoso).

O sobre todo en la emblemática  El Golem, en la versión de 1920 del alemán Paul Wegener, repleta en sus escenas de escalones, esquinas sin objeto, tejados encontrados, galerías que no dan a ninguna parte. Y un sinnúmero de objetos precarios y herrumbrados que reposan por los rincones. Todo el decorado semeja designar una inminente amenaza y Praga será el lugar emblemático para su torturado escenario. También en la segunda versión del filme, de nuevo dirigido por Paul Wegener, donde se reitera su escenario sombrío, preñado siempre de un oscuro presagio. 

"Poelzig construyó los decorados que incluían cincuenta y cuatro edificios en el el Tempelhofer Feid de Berlín, utilizando yeso reforzado. Edificios angulares e irregulares con techos angostos y puntiagudos (que se asemejan a los sombreros judíos y barbas de chivo), misteriosos callejones tortuosos, fachadas superpuestas y escaleras sinuosas de aspecto orgánico comprenden algunos  de sus elementos formales arquitectónicos".  [ 9 ]


El mismo Ripellino hablará sobre "las casuchas del gueto en el Golem de Meyrink". Cuando, recogiendo unos párrafos de la novela, el escritor las describía como: "Acurrucadas las unas sobre las otras como viejos animales perezosos", "hacinadas sin ponderación", "Con rostros pérfidos, llenos de una malignidad sin nombre". Del vienés Gustav Meyrink, se nos recordará en las memorias de Max  Brod, se afirmaba que entre sus amistades figuraban un coleccionista de moscas y un ropavejero "que revendía volúmenes raros tan sólo con la aprobación de un cuervo alicortado". En otra novela del mismo, el enigmático protagonista Nikolaus acumulaba en su casa, "un gran número de singulares e insólitos objetos. Budas de bronce con las piernas cruzadas, dibujos espiritistas colgados en marcos metálicos, escarabajos y espejos mágicos, un retrato de la Blavatsky y un confesionario auténtico". [10 ]


"Señor, la vieja Praga ha desaparecido" afirma el estudiante Anselmo en un cuento de "El caldero de oro" de E.T. A. Hoffmann.  [11 ] Un relato igualmente tradicional hablará del final de la Praga Imperial en 1621 a raíz de la derrota de la nobleza frente a las tropas de los Habsburgo en la famosa Batalla de la Montaña Blanca. El recuerdo de la fecha del 18 de junio se reproduce a veces en los relatos.

Como el que recuerde que en la madrugada del 18 de junio de 1621, el verdugo praguense Jan Mydlar recibió la orden de erigir un cadalso para la ejecución de veintisiete señores checos (nobles, caballeros, burgueses), "condenados a muerte por haber dirigido la sublevación contra los Habsburgos". Esta escena ominosa reaparece en diversos lugares más tarde. (Como en la excelente colección de relatos sobre la época del sefardita Leo Perutz, su "De noche, bajo el puente de piedra", en donde el recuerdo del cadalso célebre se efectúa desde el, a su manera, no menos célebre mesón del Esturión de Plata, sobre la isla Kampa, en el río).  Al hablar de la batalla, en cierto modo ya para siempre aneja a la mitología praguense, una crónica comentará después que: "Esta batalla, de escasa importancia militarmente, fue para el resto de Europa un episodio marginal, pero para Bohemia una catástrofe de gran magnitud, que supuso el final de la antigua gloria y el comienzo de una larguísima decadencia".

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El Corredor Largo, la Sala Española, la Sala Nueva, el ala Sur del Palacio... Entre las descripciones de la colección que el emperador está reuniendo en el castillo, una de ellas, repetida en más de un lugar, afirma que gran parte de los objetos y obras de arte allí reunidas se guardaban en armarios cerrados, cofres o en vitrinas en la sombra. Y que no estaban destinadas de ninguna manera a ser vistas. Sino a descansar permanentemente en su oscuro reposo. Es la descripción más melancólica de un coleccionismo sin fin, aquella cuyos objetos ni siquiera son exhibidos. Sino que se acumulan en un silencio permanente, a la espera de una finalización que nunca llega. 

Un inventario reciente señalaba así como: "El cofre número 2, por ejemplo, contenía todos los vasos de cristal, incluyendo dos magníficas cajas de vidrio, junto con piedras bezoares. El cofre número 3 sostenía vasos hechos de nuez y concha en un intrincado montaje de plata (...) cazuelas y jarras en el número 4...". Los cofres, se nos dice, estaban cerrados y se guardaban en una sala aneja a la Galería Española. En ésta las ventanas sólo se abrían rara vez, a petición del soberano, permaneciendo la sala la mayor parte del tiempo en penumbra.

No sabemos al final cuánto hay de cierto en esta descripción. Otras noticias por el  contrario hablan de la instalación de la Kunstkammer en un ala del castillo. La disposición en vitrinas sobre los muros estaba por tanto dispuesta para su exhibición. "La Cámara de Arte estaba contenida en el primer piso de un largo corredor que conectaba las habitaciones privadas en el ala sur del palacio con la Sala Española" y que era mostrada a los visitantes escogidos. "Cada día uno encuentra nuevas curiosidades en el Palacio Imperial", comentaba por ejemplo Girolamo Soranzo, el embajador veneciano en 1612. No conocemos sin embargo la disposición antigua de las salas del Castillo y de la colección en sí no resta nada en Praga, después de los saqueos y subastas sucesivas - que terminan según una noticia un tanto legendaria con el rescate de los últimos restos enterrados entre el foso del palacio. Un siglo después de la ignominiosa subasta de 1782, que liquida los últimos restos de la Galería otra noticia comentaba que: "Un inspector enviado desde Viena en 1876 constató que varias pinturas, guardadas en lugares menos accesibles, se habían sustraído a los saqueos, a las mermas, al encanto").

En la descripción habitual del destino de la colección se afirma que: "Las colecciones quedaron abandonadas, cuando el sucesor Matyas trasladó su corte a Viena. La Guerra de los Treinta Años (...) asestó duros golpes a la "objetería" rodolfina. Después de la batalla de la Montaña Blanca, el duque Maximiliano de Baviera, al abandonar Praga (...) se llevó tras de sí (...) no menos de mil carros con oro y objetos preciosos sustraídos al castillo. Otros cincuenta vehículos llenó de botín el Kurfürst de Sajonia (...)". Cuando en 1648 llegaron de nuevo los suecos a Praga, la soldadesca de Königsmark arrambló con todas las propiedades que restaban en los palacios de la nobleza. "Las riquezas sustraídas fueron transportadas a Wismar y de allí, por barco, a Estocolmo".

Una descripción en varios lugares repetida se refiere a las colecciones del castillo como una enumeración caótica, una acumulación de objetos preciosos sin ningún orden en ella. Un catálogo de mediados del XVII - el de Zimmerman, en 1621- las enumera según el orden de llegada o el material, sencillamente. Pero los inventarios que se realizan desde un primer momento en el castillo hablan al menos de un orden vago, aunque éste sea bajo la fórmula de inventario precisamente. Una temprana noticia, repetida en alguna otra parte, nos dice que el anticuario Daniel Frösch, encargado de las colecciones del Emperador Rodolfo II en su castillo de Praga, había dividido éstas en tres secciones, a las que había bautizado como naturalia, artificialia y scientifica.

La referencia, que surge en el libro de Peter Marshall sobre "The Magic Circle of Rudolf II" [ 12 ] no se advierte en alguna de las numerosas -y confusas- obras sobre la legendaria colección del Emperador. Ni siquiera en el exhaustivo catálogo que bajo la edición de Eliska Fucikova se realiza en Praga en 1997, con motivo de la exposición que con el título de Rudolf II and Prague. The Court and the City recogía un inagotable inventario de los objetos de Hradcany, dispersos ahora en museos y colecciones de Viena, Estocolmo, Ambras, el norte de Italia y otras.   [ 13  ]


La exhaustiva enumeración de Beket Bukovinska, en el catálogo citado, ofrece, a despecho de su prolijo recorrido, la idea de un modelo que de algún modo ya era habitual en las cortes europeas. Está precedido por las obras pictóricas y escultóricas de la colección - una preeminencia que en cualquier caso no hubiera sido tan común para una colección anterior a las cortes del Renacimiento. En la primera presentación de las colecciones de arte, un repertorio típicamente manierista preside éstas, común a la época. Sus autores, los preferidos por el Emperador, reproducen un repertorio culto, artificial y afecto a la alusión, mitológica o erudita. Junto a ella la noción de un arte que, conscientemente, apostaba por lo artificial, la cita erudita y lo esquinado en sus figuras. Los artistas que se repiten son Hans von Aachen, Giuseppe Arcimboldo, Bartholomeus Spranger, Giambologna -el cual, reclamado por el Emperador, nunca acudió a la corte, retenido en Florencia por los Medici - Pieter Stevens e incluso alguna obra de Durero, perdida en la actualidad. Algún raro Brueghel o incluso un Tiziano que Rodolfo había solicitado antes en vano al rey Felipe II. En esta enumeración figuran asimismo otros objetos, como marfiles, camafeos, medallas, miniaturas, astrolabios, grutescos, grabados funerarios, planisferios, esferas armilares o incluso un cuerno del unicornio- en realidad de un narval.

En el libro de Marshall éste afirmaba que el anticuario Daniel Frösch "organizó ésta en tres secciones, comenzando con naturalia, siguiendo a artificialia y finalizando con scientifica". Los visitantes habitualmente entraban a la Kunstkammer - o Sala del Arte- a través de una antecámara decorada con imágenes de los cuatro elementos y los doce meses, "un microcosmos del universo presidido por Júpiter". Esta catalogación, muy sencilla por lo demás, separaría los objetos artificiales, entre los que se incluyen todo tipo de obras artísticas o decorativas, de los encontrados en la Naturaleza y, finalmente, de los elaborados con pretensiones científicas o mecánicas. 


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Una amplia red de intercambios se había creado desde el siglo anterior alrededor de las cortes europeas - principalmente de los Habsburgo-, desde los recientes descubrimientos en América, o las nuevas colonias en el Extremo Oriente. Lisboa, se nos dice en algún lugar, era el puerto principal adonde, según las instrucciones recibidas por los agentes reales, llegaban los apreciados objetos exóticos de las tierras distantes. Cuando Catalina de Austria se promete al rey portugués Juan III se nos dice que: "Por esta vía entraron en su colección como regalos de la corte portuguesa piezas escogidas de porcelana Ming (cuencos, saleros, jarras y platos) y de laca china- artículos de exportación llegados a Portugal después de 1498- para el servicio de mesa (...) Los objetos de procedencia mexicana de la colección de Margarita se disponían junto a los del Lejano Oriente, como el raro pájaro del paraíso que mantenía envuelto en tafetán y guardado en una caja en su petit cabinet". 

Una clasificación de los naturalia en la colección del Emperador praguense nos indica que en ésta sobresalían los siguientes: "cuernos de rinoceronte, naturales y trabajados; animales secos; caparazones de tortuga; conchas, piedras bezoares; cocos naturales y decorados, entre ellos uno o dos ejemplares de cocos de las Maldivas".   [ 14 ]  Estos últimos poseían aún un halo de misterio, por cuanto sus preciadas nueces sólo se encontraban en las playas de las Maldivas, sin que se supiera de dónde provenían, pues ningún cocotero de esas características se hallaba en los alrededores. (Llegaban en efecto, arrastrados por las corrientes, de las desérticas islas Seychelles, único lugar en el mundo en donde crecía el enigmático árbol). Un intento de descifrar su misteriosa procedencia produjo una extensa bibliografía por parte de los agentes de la Corona portugueses, sin que se pudiera desvelar el enigma. El botánico inglés Parkinson, por su parte se acercó bastante a éste al afirmar que: "estos cocos, arrastrados por el mar [hasta las playas maldivas] se podrían formar en árboles existentes en islas inmersas, o en árboles que crecían en el propio fondo del mar, o en ambos casos". Más tarde, "menciona otra interpretación según la cual existe una isla llamada Palloye en la que crecen estas palmeras". Según el botánico "esta isla es fabulosa y misteriosa, porque es encontrada por aquellos que no la buscan y no encontrada por cuantos la procuran". 


Una tentación melancólica; un afán interminable acompaña a la colección. ("La fiebre de objetos nace en Rodolfo II del afán de llenar el vacío que le rodea, de superar el miedo a la soledad. Él congrega ávidamente una selva de raros artefactos, como para levantar muros contra la muerte", describía Ripellino la formación de ésta). En la descripción de la Kunstkammer -fabulosa, pero que no llegó por ejemplo a alcanzar el tamaño de la precedente del archiduque Fernando II en Innsbruck - se afirma que sobre la misma pesa una intención enciclopédica. Como sobre toda la época. En medio de la reciente popularidad en la época de la historia natural, la tentación de la enciclopedia se relaciona siempre con el proyecto de un catálogo de una totalidad - que es, lo sabemos luego por definición, inalcanzable. En su intención melancólica el coleccionista espera concluir un inventario que por fin le devuelva el saber de las cosas. Pero éste es siempre demorado.


Una descripción sobre la melancolía del Emperador habla incluso del apartamiento del mismo con la colección - y los jardines- que ha ido elaborando como un remedio, inútil, contra aquella:

"Evita toda relación con la gente - afirma Rumpf en la obra de Karásek-. Permanece solitario en sus habitaciones. Ni siquiera va al jardín a disfrutar de sus setos de tulipanes. No ha bajado tampoco a visitar el león que él mismo ha domado. El cáliz de oro cincelado por él yace en el abandono entre otras cosas olvidadas..."   [15 ]

Un inventario, catálogos sin objeto. A finales del siglo XVII, recuerda otro relato, un mercado se extiende fuera del gueto, en la Ciudad Vieja. En él: "Desde una maraña de barracas, revendedores y tramposos chillaban a cuál más, ofreciendo a la audiencia lamparones, monedas de oro y plata, relojes, sombreros, puñales, loros, jaulas de canarios, antiguas biblias, incunables, libros, pieles y balandranes".  [16 ]



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[ 1]  Eliska Fucikova    en Rudolf II and Prague    cat. exp.  Thames & Hudson   Prague, 1997.   pg. 53.

[ 2]  Terez Gerscy   en cat. cit.   pg. 140.

[ 3 ]   Jiri Fried.   Hobby.   ed. Einaudi, 1975.

[ 4]   Jaroslav Seifert   Toda la belleza del mundo   ed. Biblioteca Breve, 1985.  pg. 35.

[ 5]  Isaac Bashevis Singer   The Golem     ed. Andre Deutsch Ltd,  1983.

[ 6]  Max Brod  La Praga  esoterica di Rodolfo II   ed. Iduna, 2022.

[  7 ].  Frances A. Yates   Giordano Bruno e la tradizione ermetica.   ed. Laterza.  2010  pg. 348.

[ 8]  Angello Maria Ripellino   Praga mágica   ed. Siruela, Madrid. 2023.

[  9 ]   Rubén Guzmán  "La arquitectura expresionista en el cine alemán"   en Hyperborea nº 5.

[ 10  ]  Max Brod   Vita battagliera  Milan, 1967

[ 11]. E.T. A. Hoffmann.   El caldero de oro.    en Cuentos completos.   Cátedra, Madrid, 2014.

[ 12].  Peter Marshall.  The Magic Circle of Rudolf II in Renaissance Prague. ed. Pimlico, London, 2007.

[ 13].   Eliksa Fucikova. en Rudolf II, cat. cit, pg. 206.

[14 ]   En Joao Paulo S. Cabral   "La circulación de ideas, productos exóticos y joyería en Europa en el siglos XVI- XVII"   Iluil, vol. 38, 82, 2º semestre 2015.

[15 ] Jiri Karasek.   Král Rudolf.   (drama).   1915.

[16 ] A. M. Ripellino, o. cit. pg. 288.




viernes, 16 de febrero de 2024

Las islas fugitivas

 

Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales vacíos nadie figuraba en las placas. "Casi todas estas imágenes están vacías", comentó luego en algún lugar de su Pequeña historia de la fotografía Walter Benjamin. Nombrando con ello un cierto escándalo fotográfico, pues que sepamos siempre había sido la imagen fotografía de algo.  [1] 

En su breve ensayo se estaba refiriendo al fotógrafo parisino que, como un fantasma, se dedicó durante veinte años a retratar las calles, los patios, los rincones, los escaparates y los burdeles de Paris.

El escritor estaba aludiendo a una sospecha detrás de la aparente evidencia de la imagen. "No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón - prosigue más adelante -de nuestras ciudades un lugar del crimen? ¿No es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo - descendiente del augur y el arúspice - descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?".  [2]  Y, en otro lugar, refiriéndose al interior abigarrado de las viviendas que se había hecho habitual como escenario del estudio fotográfico, señalaba:

 “El interior burgués de los años sesenta a noventa, con sus gigantescos aparadores profusos en tallas de madera, los rincones sin sol donde está la palmera, el mirador parapetado por la balaustrada y los largos pasillos con la llama cantarina del gas, es una residencia únicamente adecuada al cadáver”.  [3]   En otra página posterior Benjamin recogía la costumbre del álbum fotográfico, pesado y ornamental, que según él, había comenzado a proliferar en los salones y vitrinas de las ornamentadas mansiones.

La sospecha acechaba de nuevo: "Fue entonces cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y sus palmeras, sus tapices y sus caballetes, a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono, de los cuales aporta un testimonio conmovedor una foto temprana de Kafka".


La sospecha de una culpa en las imágenes venía ya de décadas atrás. Es lo que había hecho el fotógrafo en la revuelta de la Commune parisina: fotografiar al culpable. "Los communards se prestan a posar, con orgullo y determinación, al pie de la Columna Vendôme o de su barricada. Pero al producirse la represión versallesca, esos clichés servirán para identificar a los rebeldes". La fotografía legal había nacido en su momento como una prueba irrecusable para identificarlos: a todos. ¿Qué mejor prueba para ello que la fotografía, testimonio nítido del "esto ha sido"? (En algún lugar se nos comenta cómo Allan Pinkerton en 1866, al crear la primera agencia de detectives en Chicago, había inaugurado la práctica de la fotografía criminal, "disciplina que posteriormente sería llamada fotografía judicial"). La copia fotográfica era, de algún modo, la prueba final. 

Por su parte, Cesare Lombroso había editado su serie de Retratos de criminales alemanes en 1887. A partir de los archivos policiales, elaboraba una suerte de antropología criminal, en la que intentaba determinar las tendencias criminales de los sujetos clasificando sus rasgos. Alphonse Bertillon también, desde la prefectura de Policía de París, establece en esa década los principios de lo que sería posteriormente la llamada fotografía judicial. Una objetividad total pretende recoger la ficha de los delincuentes y la escena del crimen. En ellos respetaba la noción de que "la fotografía es más útil que la más larga y completa de las descripciones". Para el año 1873, apunta una historia de la ciudad, había logrado establecer un archivo de más de siete mil registros de los criminales fichados por la prefectura.

Pero dentro de esta marca de los objetos, y los lugares, también, en el mismo escenario, Charles Marville, el fotógrafo francés, había recibido el encargo de señalar toda una serie de calles, plazas y patios de París que estaban destinados a desaparecer en la inminente reforma del barón Hausmann. “Lo que hubo allí antes solo puede verse en las fotografías de Charles Marville, quien en la década de 1860 recibió el encargo, por parte de la ciudad, de tomar fotos de archivo en los lugares condenados a la demolición”.   [4]  Fotografía esta vez como prueba de la condena o la absolución – que de otra manera no podría efectuarse.    


Las fotografías de Marville - que realiza un inagotable trabajo de documentación de la ciudad por encargo de la Villa de París- eran así, paradójicamente, una advertencia de la desaparición: Todos los edificios, bulevares y plazas recogidos en sus placas estaban destinados a ser derribados. 

La fotografía como una prueba irrefutable... Cuenta en algún lugar el pintor Yákob Glasse que cuando en 1920 se refugia en Krasnodar, con su familia, huyendo del avance de los bolcheviques en la guerra civil, y estos llegan por fin a la ciudad:

 “El piano y el icono los han hecho pedazos a golpe de hacha. Han examinado el álbum de las fotografías familiares. Por suerte, nuestra familia es gente del arado, proletarios de pura raza. Es habitual que utilicen estos álbumes como prueba del origen social de una persona (…) El otro día un funcionario de Correos perdió la vida. En una caja oscura de su casa habían encontrado un botón de metal con el águila bicéfala (…) bastó para que lo ejecutaran”.  [5]   (En una melancólica nota posterior, sobre los días de la retirada de la ciudad, escribía: "Es un sombrío día nublado. Todo aquí es un mar de lodo. El pavimento de las calles ha sido completamente destrozado por los carros del ejército en retirada y los destacamentos de caballería").

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A principios de siglo en un artículo temprano, el escritor Pierre Mac Orlan ya aludía a la realidad como prueba judicial: "La realidad, esta realidad fotográfica que la policía admite como prueba irrefutable…”, comentaba en su introducción a la obra parisina de André Kertész.  [7]  "La foto es la prueba absoluta - nos dice un artista más tarde, antes de abandonar el Berlín Este- unida a las cifras, datos, nombres, sellos y firmas, ella nos asigna el derecho a estar a uno y otro lado del muro". La imagen era la evidencia, al fin.   


Lo era desde hacía tiempo y el siglo había aprendido a reconocerla. La polémica surgió, por ejemplo, en las notas que se publicaron del descubrimiento de un templo y unas murallas perdidas entre las dunas del desierto. Enfrascado en la investigación en 1866 sobre el hallazgo por parte del Gran Farini – y de su ahijada Lulú, acróbata y dibujante -, el funambulista y explorador canadiense, de una ciudad perdida entre las arenas del Kalahari la prensa publicó una serie de artículos sobre su periplo azaroso. Éste, antiguo colaborador del circo Barnum, como era sabido, se había enfrascado en una laboriosa expedición por el desierto apenas explorado, que había iniciado en la Ciudad del Cabo. En torno a las ruinas de una ciudad ignota entre la arena, escribía:

 “Puede ser una reliquia de un pasado glorioso.

Una ciudad que una vez fue grande y sublime,

Destruida por un terremoto, desfigurada por la explosión,

Barrida por la mano del tiempo”  [8]


Según era recogida en la descripción del viaje del propio Gran Farini, en realidad el inquieto inventor William Leonard Hunt. El relato posterior a la expedición, lo había titulado como: "A través del desierto de Kalahari. Una narración del viaje con pistola, cámara y cuaderno de notas al lago N´Gami y retorno". La presencia de una cámara, que llevaba su ahijada, era remarcada como prueba del relato. Lulú había realizado a su vez varios dibujos de las ruinas entre la arena. El editor del Johannesburg Star, que había publicado las notas del viaje, F. R. Daver, concluía al fin, como prueba irrefutable, que, a despecho de los numerosos dibujos e ilustraciones de la expedición del canadiense: “Desde luego, es sospechoso que entre las numerosas fotografías tomadas por Lulú no hubiera ninguna de las ruinas”. No había fotografía, por lo que seguramente tampoco existiera la enigmática ciudad, determinaba.   [9]  (Después de su hipotético avistamiento por parte del viajero y artista, nadie volvió a divisarla, en efecto). 


O, cerca de la ciudad de Inverness, “Traiga usted alguna fotografía”, le comunicaron en otro momento al jubiloso espectador del lago Ness, el cirujano R. K. Wilson, quien en la mañana del 19 de abril de 1934 afirmaba haber visto con toda claridad al prehistórico habitante del Lago. Era el momento culminante, aseveró alguien, de una serie de encuentros anteriores, que habían definido al fin al enigmático habitante como "una criatura prehistórica". (Wilson en efecto enseñó una confusa imagen, después reproducida el
Inverness Courier y por la prensa local. Fue ampliamente difundida en la época, hasta el punto de convertirse en el icono de Nessie, el misterioso habitante del lago escocés. Mucho tiempo después sería acusada de ser un precario montaje por parte del Daily Mail, en una enrevesada confesión por parte de un tercero). La fotografía, al fin, había sido la prueba. O su inexistencia.   


Lo era para Orson Welles, quien había realizado al final de la segunda guerra un film, The Stranger, a requerimiento de los estudios de Hollywood. Utilizaba fragmentos de los documentales que las tropas norteamericanas habían filmado poco tiempo antes en los recientemente descubiertos campos de concentración de los nazis.

 “Orson Welles, después de ver los noticiarios cinematográficos sobre los campos, comentaría, en torno a la película “The Stranger”, que estos constituían “la prueba de la pesadilla”.  [10] Una reseña posterior del filme comentaría que: ¨Fue la primera película comercial en utilizar imágenes reales de los campos de concentración nazis y mostrar esas imágenes por primera vez a una audiencia".

(El fotógrafo Eric Schwab  y el periodista Meyer Levin habían acompañado a las tropas estadounidenses en su descubrimiento del campo de Ohdurf, el 3 de abril de 1945. Habían llegado, comentaron, a un "espectáculo inédito". "Hemos penetrado en el corazón tenebroso de Alemania- escribiría Levin- hemos alcanzado la zona (...) que los nazis querían ocultarnos". Las imágenes y películas de Ohdurf se difundieron a partir de ese momento).

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Imágenes de la evidencia en otra parte, de las casas, plazas y calles de París…Eugène Atget, en una ciudad que estaba abandonando su paisaje tradicional, había fotografiado un escenario que era ya el del momento posterior, el de unos márgenes del centro, del instante preciso. Si el acontecimiento se había producido, el fotógrafo había llegado un instante después a retratarlo. Pero ya era demasiado tarde.

 “Con Atget el vacío permanece en lo que había sido derribado por Hausmann, el producto de un crimen que ocurría fuera de los márgenes de la imagen – un melancólico lamento por aquello que se había perdido y para la incapacidad de la fotografía de resucitar lo que estaba ausente”.   [11]

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Un instante después... Una de los primeros reportajes bélicos, sobre la guerra de Crimea, lo había elaborado el británico Roger Fenton. Algunas fotografías, se comentó después, habían sido censuradas. No la más conocida, la difundida El Valle de la Sombra de la Muerte, de 1855. La fotografía, convertida en plancha xilográfica, reproducía el escenario vacío posterior a una batalla, que había tenido lugar en algún momento anterior, que ignoramos… De la obra del también británico James Robertson, que prosiguió recogiendo imágenes de la guerra en Crimea y Sebastopol, se dijo igualmente que: "Sus fotografías nuevamente no muestran las batallas en proceso ni los cuerpos de los fallecidos, pero sí cuentan con la devastación producida por la guerra (...) las vistas de paisajes poblados de restos de cañonazos...". Las imágenes de guerra que se difundieron extensamente en torno a 1914 nos hablan luego, igualmente, de los preparativos o del después de la misma, se quejaba el público de las publicaciones. Los vemos, pero ya en los primeros reportajes algunos se preguntaban: "Y la guerra, ¿dónde está?".   


El objeto del reportaje, la guerra, se había escabullido de algún modo. Así lo debieron de percibir confusamente los contemporáneos de Fenton, entre los que se comentó que era “un reportaje de la falsa guerra, pues no aparecían muertos en las imágenes que se publicaron”.   [12]  Más tarde, cuando la fotografía de reportaje se extendiera, los espectadores podrían alcanzar por fin algo así como el objeto fúnebre de la misma. El historiador Flusser comentaría: “Efectivamente, la fotografía está unida inseparablemente a la guerra, y eso no sólo porque dio la primera prueba de la mayoría de edad en la guerra de Secesión, sino también, y, sobre todo, porque tiene por su esencia una función rompedora de la historia, comparable a la guerra”.   [13]  Es, curiosamente, a partir de las imágenes de Matthew Brady de la contienda civil americana en 1863, y de las primeras reproducciones de los muertos en ella, que alguien comentaría que la fotografía de guerra había por fin aparecido. “Al lado de Tolstoi, lo que Stephen Crane escribió sobre la guerra civil parecía la brillante fantasía de un muchacho enfermo que nunca había estado en la guerra, pero había leído los relatos de batallas y las crónicas y mirado las fotos de Brady”, comentaría sobre sus recuerdos de aquélla un Hemingway que se sentaba a hablar con los camareros franceses que sí habían estado en el frente.  [14]   (Aunque, en torno a la supuesta repercusión más allá de la imagen, Susan Sontag comentaría en algún lugar que: “Las fotografías de Matthew Brady y sus colegas sobre los horrores de los campos de batalla no disuadieron ni un poco a la gente de continuar con la Guerra de Secesión”).   [15]

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Los viajeros reciben noticias vagas de islas al oeste..."Un tal Antonio Leone, vecino de Madeira, le dijo a Colón que navegando hacia el occidente como unas cien leguas mar adentro, había visto tres islas a lo lejos". Confusamente, recogidas en una tradición oral de la que apenas queda noticia, la noción de unas islas inciertas hacia el ocaso. Durante la estancia del Cristóbal Colón en Porto-Santo las relaciones de la misma hablan de los rumores que circulan entre marineros y pescadores: unos maderos entallados que flotaban lejos de la costa, unos cuerpos de raza indescifrable sobre el mar, unos troncos desmesurados, nunca vistos antes... En su Diario, el almirante anotará: "Vezinos de la isla del Hierro, que cada año veían tierra al ueste de las Canarias, que es al poniente, y otros de La Gomera que afirmaban otro tanto con juramento". Nada sabemos de la estancia de un misterioso piloto que había navegado al oeste de Irlanda, y muere en la casa de Colón. Una supuesta nota de aquél relataba que: "En el año de 1477, por febrero, navegué más allá de Tule cien leguas". En otra anotación, el propio Colón apunta: "Dize aquí el almirante que se acuerda que estando en Portugal el año de 1484 vino uno de la isla de la Madera al rey a le pedir una caravela para ir a esta tierra que vía, el cual juraba que cada año la vía de una manera".

Entre las islas remotas, la de san Borondón, que recibe su nombre del legendario viaje del santo Brandan y sus compañeros, evade continuamente a los viajeros que pretenden alcanzarla. Su carácter fugitivo ya había surgido en el primer relato de la llegada a la isla de san Brandan, que se pone en movimiento y desaparece cuando los monjes celebran la misa de Pascua sobre ella. (Honorio de Autum, en su Imagine Mundi ya advertía que: "Hay en el océano una isla llamada Perdita muy superior a las demás tierras (...) desconocida para los hombres, que hallada por alguna casualidad, no se ha podido descubrir después de hallada, por lo que se le llama Perdida"). Aún así la isla figura en los mapas oficiales del Tratado de Évora de 1519. O, posteriormente, en el mapa exacto de Torriani de finales del s. XVI, que da las medidas y el perfil de aquélla. (30 kms. de norte a sur; 15 kms. de este a oeste). O, más tarde, en la Carta Geográfica de Gautier en 1755. El capitán canario Marcos Verde, desde la cubierta del barco, imposibilitado por el temporal de desembarcar, contempla cómo, poco a poco, la  isla se va desvaneciendo. El portugués Pedro Vello, algo después, apuntará a unas pisadas gigantescas en la arena, antes de que a su vez la isla se desvanezca. Unos marineros franceses, de regreso de Madeira, afirmaban haber desembarcado una madrugada, encontrando "Unos pesebres de piedra y dos bueyes atados a ellos". Anteriormente otro viajero, el fugitivo Ceballos, huyendo de la justicia, afirmaba a su vez haber estado en más de una ocasión en la isla. "Según su relato la isla tenía una enorme selva en la que habitaban pájaros (...)". En la playa, decía, había encontrado de nuevo unas pisadas gigantes y "restos de una comida preparada en platos de vidrio".

En esta búsqueda interminable la fotografía en el siglo XIX quiere ser una prueba irrecusable. Cuando en 1864 el viajero inglés Edward Harvey en su terca búsqueda de la nunca alcanzada isla de San Brandan arribe por fin a una tierra ignorada en medio del Atlántico, en medio de una furiosa tormenta, desembarca en una bahía, a fin de reparar las velas y mástiles que el temporal ha destrozado. Deberá abandonarla a los pocos días, debido a los temores y a las amenazas crecientes de la tripulación del barco. En esos días el viajero habrá recogido muestras y dibujos de la fauna local, en cierto modo insólita. Y tomado algunas precarias imágenes fotográficas que, considera, servirán como prueba irrefutable de la existencia de la isla legendaria.   


“Cuando llegábamos a la ensenada, le pedía a Simon que me acompañara con la cámara fotográfica y algunos víveres… Tomamos una fotografía de los roques costeros con aquellas aves”. Otras placas recogerán lo que parece ser unas tallas de rostros en el acantilado. Otra, confusa, ciertamente exótica, la bahía solitaria, el barco a lo lejos, una playa vacía… [6]  Al partir, escribe: “Escribo en los instantes que San Borondon se pierde de mi vista. Abandonamos la isla con destino incierto (…) San Borondon, mi isla. Eternamente escondida entre las nieblas y las brumas”. En otro apunte del diario había escrito: "Los acantilados parecen tener unas tallas faciales: deben ser los aborígenes del territorio". Otra fotografía a su vez recogía las mismas, por encima de la costa.


De vuelta a Londres el viajero Edward Harvey dedicará todo su tiempo a elaborar la documentación que quiere presentar como prueba de que ha alcanzado la isla incierta. “He llevado las placas fotográficas de Tenerife y San Borondón a un estudio cercano, en la calle Oxford. En unos días me entregarán las copias sobre papel. Espero que sirvan para complementar mi trabajo y darle una mayor fidelidad a mis argumentos y anotaciones”. Aislado en su estudio, enfrascado en la preparación de un informe para la Sociedad Geográfica, el antiguo naturalista nunca conseguirá sin embargo que nadie tome en cuenta sus notas, ninguna sociedad accede a leerlas y, sin salir de su aislamiento, morirá finalmente en el mismo estudio, perdiéndose papeles, bocetos, apuntes y placas fotográficas con él.

(Muchos años después, en 1958, el periódico ABC editará un reportaje sobre unas imágenes del fotógrafo local Manuel Rodríguez Quintero bajo el título de "La isla errante de san Borondón. Ha sido fotografiada por primera vez". En el reportaje, además de la imagen de la isla, entrevista a lo lejos, figuraba otra de unos niños en la playa, entre Tazacorte y Los Llanos de Aridane, que habían acompañado el momento de la toma de la fotografía. Y contemplado la aparición, en la distancia).


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“Las imágenes nacen de la pérdida", afirmaba de manera taxativa años más tarde el poeta y cantante Jim Morrison. Se estaba refiriendo al paisaje urbano omnipresente, al nuevo escenario sin fisuras de lo contemporáneo, cuya marca era la mirada, cuyo permanente criminal fuese el "voyeur". A cuyo alcance todo se ofrece bajo la marca de lo indiferente, lo accesible y distante al mismo tiempo. [16] ("Tú no puedes tocas estos objetos", añadía más adelante).

 Un deambulante Walter Benjamin ya nos había anunciado esta disolución de lo lejano - del aura en sus términos. "Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible".  [17]

 Esta equívoca posición, indefinible dentro de las categorías clásicas de "presencia- ausencia", de realidad-ficción, según la cual la imagen fotográfica, que era la certeza, esperanza del objeto que se podía por fin alcanzar, se revelaba al fin en el indefinido espacio de la espera: demasiado pronto, unas veces. Demasiado tarde, casi siempre.

 

 



[1] Walter Benjamin   “ Pequeña historia de la fotografía”  en  Discursos interrumpidos   ed. Taurus, Buenos Aires, 1989.

[2] W. Benjamin, o. cit.  Pag. 88

[3] W. Benjamin   Calle de sentido único   ed. Periférica, Cáceres, 2021   pg. 20

[4] Luc Santé    The Other Paris    New York, 2015.     Pg. 73.

[5] Cit. en Anthony Beevor   Rusia    ed. Crítica, Barcelona.  2022.  pg. 544.

[6]  Cit. En cat. Exp.  “San Borondón. La isla descubierta”    Centro Arte La Recova, Santa Cruz de Tenerife. 2005.

[7] Pierre Mac Orlan   Paris vu par André Kertész     librería Plon, París, 1934.

[8] G. Farini   Through the Kalahari Desert   Londres, 1886.

[9] En la publicación de 1886 Through the Kalahari Desert…” el promotor circense y explorador Hunt incluía un diagrama dibujado por su protegida Lulu, y una descripción detallada de “una larga línea de piedras que se asemejaba a la gran muralla china después de un terremoto”.

La ciudad no fue encontrada con posterioridad.

 - Vid. G. Farini   Through the Kalahari Desert   o. cit.

 [10] Cit. en Juan José Lahuerta   cat. Exp. “Lo nunca visto”,   Fundación Juan March, Madrid, 2016.

[11] Steven Humbert   “ A modern Perspective of the European City”.   Depth of Field, vol. 5, nº 1, Diciembre 2014.

[12]  H. y G. Gersheim     Roger Fenton. Photographer of the Crimean War   Arno Press, NY, , 1973.

[13] Cit. en Cristóbal Javier Rojas Gil   “Fotografía y muerte: una aproximación genealógica”    Claridades, revista de Filosofía,  10, 2018    `pg. 58

[14] Ernest Hemingway   o. cit. pg. 76.

[15] Susan Sontag, o. cit., pg. 34.

[16] Jim Morrison   The Lords. Notes on Vison    1969.

[ 17 ] W. Benjamin   La Obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica   (1ª redacción.)   Obras, I, 2 pg. 17.


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